martes, 31 de diciembre de 2013

Tutte le strade...

El sol lo cegó en primera instancia, hacía días que no lo veía y no pudo contener las lágrimas, que corrieron frías y rápidas por sus mejillas. El sonido a su alrededor era ensordecedor, y Elatan se sentía como un insecto al que querían pisar y exterminar. Bajó la cabeza para evitar el contacto visual con el sol. Pronto empezó a recobrar la visión, aunque en principio sólo veía manchas informes y desdibujadas. 
Poco a poco, las formas se tornaron objetos conocidos. En su mano derecha portaba una espada corta, del tamaño de su antebrazo. Tenía el torso desnudo, y su piel estaba impregnada por una fina película de sudor. En el brazo izquierdo, a su vez, sujetaba un escudo redondo que conseguía tapar gran parte de su pecho, aunque estaba desgastado y no parecía que fuese a aguantar demasiados golpes.
Unos pocos harapos cubrían la zona de su cuerpo contenida entre la cintura y sus rodillas. Caminaba descalzo y podía sentir la arena bajo sus pies. Una arena sucia, que había absorbido la mugre de las miles de personas que la habían pisado durante todos aquellos años.

    Elatan y sus nueve acompañantes caminaron hasta el centro de la plaza, y a medida que lo hacían, los gritos de la gente que los rodeaba incrementaban y hacían que fuera imposible hablar con cualquiera de los hombres que tenía a menos de un metro de distancia. 
Podía ver el miedo en la cara de todos, aunque el suyo podía sentirlo; las piernas le temblaban y su corazón latía de un modo irrefrenable. Cada uno portaba un arma; el hombre que caminaba por delante, llevaba una lanza y un escudo más pequeño que el suyo, pero en mejor estado; el de su espalda llevaba una gran maza y no llevaba nada con lo que cubrirse. Tridentes, cadenas, dagas, puñales... cada uno se aferraba a su arma sabiendo que sería su más leal compañero en la batalla, el único en quien podrían confiar y de quien nunca deberían separarse. 
Todos eran más corpulentos que él. Destacaba de entre todos un hombre enorme, tan grande como un oso, y con la piel del color del ónice. Llevaba la cabeza afeitada, y su cuerpo mostraba cicatrices de innumerables peleas anteriores a aquellas. Era un superviviente, tenía experiencia en lo que se disponía a hacer, a diferencia de él. 

   Los recuerdos lo invadieron, y por un momento Elatan se olvidó de todo lo que le rodeaba. Se vio a sí mismo corriendo por las abarrotadas calles del mercado, sin soltar la hogaza de pan que llevaba bajo el brazo. Llevaba seis días sin comer, y aquello podría alimentarlo para la próxima semana.
Hacía años que había dejado atrás los cargos de conciencia que le llevaban a pensar que robar estaba mal. Ahora, se regía por una única norma. Tenía que comer para sobrevivir, y para ello, haría lo que fuese. 
Aunque no podía pararse para mirar atrás, sabía que varios hombres le perseguían. Se escabulló entre la gente, corrió como loco por las calles que tan bien conocía, sabiendo que tendría que seguir corriendo por mucho mas tiempo. 
Pronto llegó a una plaza repleta de gente, y supo que allí podría eludir a sus perseguidores de una vez por todas. Se dispuso a fundirse con el gentío, se vio a sí mismo disfrutando de aquel pan, que aún estaba caliente y desprendía un olor que le hacía salivar más de lo normal. De pronto, y sin que le diese tiempo a reaccionar, dos muchachos que peleaban con espadas romas de madera se cruzaron en su camino, lanzándose juguetonas estocadas. Se llevó a uno de ellos por delante, cayendo al suelo con él irremediablemente. El pan se le escapó de las manos y rodó perdiéndose entre las piernas de la gente. Sin preocuparse por el estado del chico al que acababa de arrollar, trató de levantarse para recoger su pan, pero una mano lo cogió fuertemente del tobillo impidiéndole moverse. Cuando se giró, descubrió que uno de sus perseguidores había conseguido darle caza y vio que un par de guardias se acercaban para apresarlo a él.
Tiró tan fuerte como pudo para intentar zafarse, pero la mano permaneció cerrada entorno a su pierna como si fuera de hierro. Vencido por la fatiga y la falta de fuerzas, sucumbió ante su captor y dejó de intentar escapar. Los guardias se lo llevaron a los calabozos de la ciudad. 

Tras días enjaulado, donde al menos, pudo comer algo de pan duro que le dieron los carceleros, al fin llegó el día de su juicio. Los castigos a los que se enfrentaba por hurto iban desde recibir unos latigazos en la plaza mayor ante la mirada de los ciudadanos, a cortarle una o las dos manos para evitar futuros robos. Él sabía que una hogaza de pan no era muy cara, y confiaba en que su deuda se saldase con unos pocos latigazos. 
Pero ante el juzgado, todo cambió drásticamente. Al parecer, el niño al que había arrollado en su intento de huida, se golpeó con la cabeza en el suelo y murió en el acto. El jurado fue implacable ante los dos delitos cometidos y decidió que serían los dioses quienes lo juzgasen en las arenas del Coliseo.


De pronto se hizo un silencio completo, y aquello lo despertó de sus ensoñaciones. El coliseo estaba abarrotado de gente y no había ni un solo hueco en sus tribunas. Siempre había querido entrar allí para ver a los gladiadores luchar, pero la idea no le resultaba tan atractiva cuando él era uno de los protagonistas. 
Una voz se alzó en el sepulcral silencio y se dirigió a todas las personas allí presentes.

- Ciudadanos de Roma, estamos hoy aquí para disfrutar del espectáculo que nos brindan nuestros gladiadores, pero también es el día señalado para que los dioses juzguen si alguno de estos pecadores merece seguir viviendo, perdonándoles así sus atroces crímenes.

El hombre que hablaba no era otro que el Cesar. No podía creerlo, iba a darle espectáculo al hombre más importante del mundo. Le hubiese gustado estar preparado para la situación, pero dudaba que pudiera brindarle algo más que una sonrisa cuando sus órganos se esparcieran por la arena. 

- Solo uno de ellos podrá sobrevivir, - prosiguió - ya que pelearan entre sí hasta que solo uno quede de pie. Además -añadió con una malévola sonrisa-, soltaremos a un león que pueda hacerles compañía mientras luchan y de esta manera puedan brindarnos un digno espectáculo. -carraspeó para aclararse la voz y concluyó- ¡Que empiece, para deleite de nuestros ojos, la masacre!

Tan pronto como sus palabras cesaron, todo el público comenzó a gritar mucho más alto que cuando salieron a la arena. y de la trampilla de debajo del palco donde se hallaba el Cesar, apareció un león, pausadamente, pero con la mirada de un depredador sanguinario.

Rápidamente, el hombre bañado en carbón tomó el mando y se dirigió al grupo entero:
- Solo uno de nosotros puede sobrevivir, ya lo habéis oído -el ruido el las tribunas era ensordecedor, y apenas se conseguían discernir las palabras del hombre-, pero si no matamos entre todos a ese león, no quedará ninguno de nosotros. Formemos un círculo, todos con nuestras armas en alto, y lancemos estocadas cada vez que esa bestia se acerque a nuestra posición.

Todos hicieron caso al enorme hombre y tomaron sus posiciones en el círculo. El león titubeó en principio, al ver a tantos hombres ante sí, pero pronto echó a correr directo hacia el círculo, con ansias de probar sangre.
 En el primer ataque, el hombre al que se acercó el león blandió su espada al aire, y esta llegó a impactar en una de las patas delanteras del león. El león retrocedió sorprendido. La sangre manaba de la herida, pero el golpe no fue suficiente para invalidar al animal, y solo hizo que éste se enfureciera aún más.
El segundo ataque fue mucho más feroz, y por otro flanco. Esta vez, los hombres a los que se aproximó no tuvieron la valentía del primero, y rápidamente rompieron filas. A partir de ese momento, las arenas se convirtieron en un infierno que ningún hombre debería pisar nunca, fuesen cuales fuesen sus delitos. El caos reinaba a su alrededor, y Elatan estaba paralizado, sin saber qué hacer, el miedo nublaba totalmente sus sentidos. A su derecha, el león consiguió dar caza a uno de los luchadores, y de una dentellada le arrancó un brazo. En pocos instantes, la sangre corría por la arena, mientras el león devoraba un cuerpo que se hacía más pequeño cada vez que la bestia abría sus fauces.
A su izquierda, en ese mismo momento, el hombre negro, completamente fuera de sí y con los ojos fuera de sus órbitas, ensartó a dos contrincantes con un sencillo movimiento de su lanza, y los levantó a ambos como si no tuviera que hacer esfuerzo alguno para ello. Al mismo tiempo, otros dos hombres se batían en duelo lanzando estocadas al aire y cubriéndose con sus escudos para parar las embestidas de su adversario. Elatan sentía que no encajaba en aquella batalla, temía por su vida, y a punto estuvo de echarse a llorar, pero se forzó a sí mismo a ser fuerte y sobrevivir a aquello.

Volvió la vista hacia el león, y vio que éste estaba centrando su mirada en él. La sangre se le heló, y su cuerpo pasó a pesar cinco veces más de lo que recordaba. El animal emprendió la carrera hacia su posición, y de pronto, Elatan recuperó el control de sus piernas, y sin ser consciente de lo que hacía, se vio corriendo más rápido de lo que nunca lo había hecho. Sentía las pisadas del león a su espalda, y decidió correr en dirección a los dos hombres que luchaban entre ellos.
A pesar de que corría velozmente, su percepción era la de no haberse movido nunca tan lento. Apenas tenía tiempo para mirar hacia atrás, pero cada vez que lo hacía, veía que el león le había recortado muchos metros. Estaba mucho más nervioso que aquel fatídico día en el que los guardias lo perseguían por el mercado.
Se hallaba solo a unos cinco metros de los dos luchadores, pero el león casi lo había cogido. Amplió su zancada, e instintivamente se lanzó de cabeza al suelo. Resbaló varios metros, dejando a su paso una nube de arena. Se agazapó en el suelo temiendo que el animal cayera sobre él en cualquier momento, pero para su sorpresa, éste trató de evitar la polvareda saltando por encima de ella, y sin quererlo, acabó encima de uno de los dos luchadores que hacía escasos momentos luchaban entre sí. Poco le importó que no fuera el objetivo al que en principio perseguía, y devoró parte de su cabeza como si esta fuese una delicada flor que poco a poco desojaba con cada uno de sus afilados dientes. Los pétalos, en forma de cerebro y trocitos de cráneo, se esparcían por la arena rebozándose hasta quedar completamente cubiertos por la misma.
El otro luchador salió corriendo tratando de evitar al león, y en ese mismo momento, se dio cuenta de que Elatan estaba en el suelo, desprotegido. Sin pensárselo ni un segundo saltó hacia él con su espada en alto y la punta de esta dirigida hacia la cabeza de Elatan. Éste último pudo reaccionar en el momento en el que vio al hombre en el aire, tomó la espada que tenía bajo su cuerpo y la blandió al aire, sin estar seguro de hacia donde apuntaba. El luchador consiguió clavar su espada en el hombro de Elatan, pero éste fue más certero con su estocada y atravesó el vientre del primero, matándolo súbitamente.

Elatan quedó sepultado bajo el cuerpo inerte de su enemigo, y un dolor mayor que el que nunca hubiese sentido se extendió desde su hombro hasta el resto de su cuerpo. No podía ver más que el cielo, y no sabía dónde podría hallarse el león o cualquier otro luchador. Presa del pánico por que el león lo desgarrase como ya le había visto hacer con otros hombres más fuertes que él, consiguió voltear el cuerpo que lo aplastaba e incluso pudo ponerse en pie. Comprobó en cuestión de segundos que su decisión no fue la acertada, ya que ante sí, y tapando el sol que en aquel momento debería estar cegándole, se extendía una negrura solo perturbada en su punto más álgido por dos ojos blancos fuera de sus órbitas.
Desde el principio, Elatan había quedado sorprendido por el tamaño de aquella bestia de ónice, pero ahora le parecía aún más grande que antes. A su lado, incluso el león parecía un dócil gatito. Pensar en el león le hizo arder en deseos de que este reparase en el hombre negro y lo atacase para salvarlo a él de aquella pesadilla, pero cuando miró a su alrededor, lo halló devorando aún el botín que había encontrado hacía escasos segundos.

El hombre negro no demoró demasiado la agonía de Elatan y rápido como el viento emprendió un ataque contra él. Elatan pudo esquivar a duras penas el primer estoque de la lanza del gigante, pero con el esfuerzo perdió el equilibrio y cayó al suelo de rodillas, quedando totalmente a merced de una muerte oscura y rápida, como la sombra de un guepardo. El negro no tardó en percatarse de su posición de ventaja y levantó la lanza por encima de su cabeza para hacer de Elatan la carne de un pincho moruno. Pronto, y sin saber muy bien cómo, el negro abdomen de la bestia que quería matarlo comenzó a tornarse rojo, y sobre la cascada sangrienta emanó la punta de una espada larga. Elatan dejó de ver a la montaña oscura como a un animal y vio que era una persona, como él. Sintió el temor en sus ojos cuando miró con incredulidad el acero que estaba atravesando su pecho y cuya punta tenía enfrente de sus ojos.

Cuando la bestia convertida en hombre cayó al suelo, un ángel se apareció ante los ojos de Elatan, su salvador. Se trataba de un hombre de estatura media, con el torso musculado y definido y una cascada de lisos cabellos dorados cayéndole desde la cabeza casi hasta los hombros. Tenía las clavículas completamente definidas y se atisbaba la forma de las costillas justo debajo de su fornido pecho. Los ojos eran de un marrón verdoso hipnotizante, con mil formas que hacían que los colores danzasen en las pupilas.
Disfrutaba de aquella imagen embelesante que lo había devuelto a la vida. Tal vez el hombre no fuese tan atractivo realmente, pero para él, había pasado a ser la persona más bella del mundo, o al menos la persona que más había hecho por él en toda su vida, a excepción de su madre, que lo trajo al mundo.

Pronto un rugido lo despertó de sus ensoñaciones y lo devolvió al mundo real, a las arenas de aquel infierno en el que se había convertido aquel coliseo para él. Vio que el león se acercaba por la espalda de su ángel, sin que éste se percatase, y sin ser consciente de lo que hacía, apartó de un empujón al rubio combatiente y atacó al león con su espada alzada al aire. El sol volvió a aparecer ante sí tras los momentos de sombra vividos unos instantes atrás, y el impacto de la luz cegadora hizo que tuviera que cerrar los ojos, quedando vulnerable ante el fiero animal.
Notó para su sorpresa que su espada se clavaba en algo parecido a una pared en principio, pero que se tornó blando al instante, hincándose hasta la empuñadura. La sangre comenzó a brotar y cubrió su mano de un rojo vivo y tranquilizante, porque había salvado su vida y la del hombre maravilloso que salvó la suya escasos instantes atrás. Por fin, era feliz en aquel infierno.
Sin darle tiempo a Elatan de que su sonrisa se instalase en su cara, el león lanzó una última y mortífera dentellada que le arrancó la cara, como si siempre hubiese llevado una máscara. Ambos se fundieron en un único ente, cubierto por una mortífera capa roja y cayeron a la arena para deleite del público. El león no se volvió a mover, había gastado sus últimas fuerzas en asestar aquel último bocado. Tampoco volvió a ver la luz Elatan, que se sumió en una paz eterna y absoluta.

Edisi miró sorprendido a su alrededor, hubiese tratado de loco a cualquiera que le dijese antes de empezar que iba a sobrevivir a aquella batalla . Pero lo hizo, no pudo reprimir una tímida sonrisa, alzando los brazos ante los vítores del graderío. Cayó de rodillas, y sin saber por qué, se agachó y besó la arena. Se levantó rápido, sabiendo que no era digno de un ganador caer rendido al suelo.
Le debía tanto a aquel desgarbado pero valiente muchacho que había muerto por protejerlo a él del león...
Bien es cierto que Edisi lo había salvado antes y se podría ver como la devolución de un favor. Y sí, su intención al matar a la muralla oscura había sido la de salvar la vida a aquel joven, pero sabía con certeza que no hubiese actuado si no hubiese visto que el guerrero negro no se había percatado de su presencia.

A decir verdad, desde el primer momento en que salieron al centro del coliseo tuvo el presentimiento de que aquel gigante iba a ser quien se llevase su vida con sus musculados brazos. Aún recordaba la rabia con la que empezó a luchar hacía unos pocos minutos. Una rabia sin duda provocada por el cobarde hombre que formaba el círculo a su derecha cuando el león saltó al ruedo. Él fue quien rompió filas, a pesar de que el plan de matar al león fuese excelente. Entre todos podrían haber acabado con el animal en unos pocos minutos, para después luchar tranquilamente.

Hasta entonces había estado atemorizado, pero tras aquel mezquino movimiento que expuso a todo el grupo a ser devorados por el demonio hecho animal, su instinto de luchador salió a la luz, un instinto que nunca antes había descubierto tener. Como un loco persiguió al hombre que había originado todo el caos, el que condenó a todo el grupo con su cobardía y egoísmo. Armado con solo con una pequeña daga y sabiendo que aquel hombre tenía la espada más grande del ruedo en sus manos. No temió y cuando se encontró ante aquel estúpido luchador no tardó en lanzar un bravo ataque.
Casi le resulto natural esquivar la embestida que su contrincante emprendió con su espada, y aún recordaba lo gratificante que había resultado clavar su daga en el pecho de aquel deshecho humano. Lo hincó y retorció, hasta que sus ojos se cerraron para siempre, con un gesto de incredulidad. Estaba seguro de que en aquel momento, su presencia le había resultado más aterradora que el propio león del que antes había huido despavorido. Del resto de la batalla Edisi apenas recordaba fogonazos. Con la espada de su contrincante caído se vio con una valentía aún mayor, y no hubo una sola persona que pudiese pararle.
La muralla de ónice solo había sido la última de sus víctimas, y no hubiese dudado en matar al asustadizo chaval al que salvó la vida con tal de preservar la suya. Pero la jugada le salió mejor de lo que había pensado, y aquel chaval, demostró estar henchido de valentía con su ataque mortífero y salvador al león. Tuvo suerte de que el animal matase al pequeño luchador, porque le hubiese costado atacarle después de que éste salvase su vida.

La voz del Cesar le devolvió a su realidad.

- Has luchado bien, supongo que a partir de ahora podemos llamarte gladiador. Te has ganado tu perdón luchando como un hombre valiente y ahora, tras el juicio de los dioses, yo te decreto inocente. La gloria te espera a partir de ahora y espero que sepas agradecer este regalo del cielo -levantó su pulgar apuntando con él hacia arriba y el Coliseo se rindió ante Edisi, haciéndolo sentir un héroe-.
Ahora, después de soltar toda la adrenalina, los golpes que luchando no había sentido le martilleaban el cuerpo, como agujas que se le clavasen por mil partes distintas. Pero no podía dejar de mostrar aquella sonrisa que lo erigía campeón. Abrió los brazos y dejó que sus pies dibujasen espirales en la arena, mientras giraba al son de los gritos del público.

Dos hombres del Cesar se aproximaron hasta su posición y le echaron sobre los hombros una manta de cuero, invitándolo a seguirlos en su paseo triunfal hacia el interior del coliseo. A partir de ahí, la lujuria lo envolvió en sábanas de seda. Tuvo a su disposición todo lo que pudiese imaginar, comida, agua, ropajes limpios y nuevos...
Aún así, prefirió mantener su atuendo, queriendo recordar su proeza un rato más. Uno de los hombres del Cesar apareció en la habitación lujuriosa en la que Edisi se encontraba, sorprendiendo a este último mientras se comía un racimo de uvas, disfrutando cada explosión de aquellos pequeños pero sabrosos frutos.

- Buenas tardes Edisi, y ante todo, mi más sincera enhorabuena, luchaste como un auténtico gladiador allí en la arena. Espero que sepas apreciar los regalos que el Cesar te ha brindado -tenía el gesto serio, pero podía ver en su mirada, que de alguna forma lo admiraba por su gesta-.

- Por supuesto, el Cesar ha sido muy bueno conmigo -mintió Edisi, que en realidad odiaba a aquel déspota que tenía atemorizada a toda la ciudad con su tiranía.

- Está bien que sepas apreciarlo, porque él es ahora quien exige un favor a cambio -el gesto se le torció a Edisi, e incluso la uva que estaba disfrutando escasos segundos atrás comenzó a saberle agria-. El pueblo te aclama -prosiguió el enviado del Cesar- y esto no ha pasado desapercibido par alguien tan astuto como nuestro gran Cesar -hizo una pausa que a Edisi se le hizo eterna, tal vez porque sabía que las palabras que vendían a continuación no le depararían un plácido futuro-.

- Es por ello, que a partir de ahora, lucharas cada semana en el Coliseo. Obviamente correrás peligro, pero mucho menos del que hoy has podido experimentar en la arena. Lucharás al lado de los mejores hombres, ante bestias y maleantes que deban ser juzgados, pero siempre provisto de las mejores armas y armaduras. El Cesar aprecia mucho el valor de tu vida -Edisi ya no temía, de hecho, las palabras le sonaron a música en los oídos. Sería un gladiador, no podía haber algo mejor en el mundo, podría acostumbrarse al fervor del público acompasado al agitar de su espada y a los vítores tras su victoria. Era el deseo que había tenido desde que era un niño y luchaba contra sus amigos con espadas romas por las calles de la ciudad-.
- Además, después de cada lucha en el Coliseo, se te proveerá de todo lujo -prosiguió el que para Edisi ahora era un ángel mandado del cielo-. Tal y como has podido comprobar hoy, podrás pedir cualquier cosa que esté a nuestro alcance para hacerte disfrutar. Antes de cada espectáculo, tendrás que entrenar al lado de los mejores hombres, que a partir de ahora serán tus compañeros.

Y cuando Edisi pensó que nada podría ser mejor, llegó el colofón final. El hombre frente a sí aplaudió, y de la puerta por la que éste había entrado, aparecieron cinco despampanantes mujeres. O eso creyó, porque en realidad él solo pudo fijarse en una. El resto del mundo ya no le importaba, ya que todo parecía girar alrededor de aquella belleza. Obnubilado como nunca antes lo había estado, analizó cada retazo de aquella obra perfecta hecha mujer. Bajó su mirada acompañado del lacio y brillante cabello, que se debatía entre el negro y el castaño, pero donde el primero predominaba. Su primera parada la efectuó en unos ojos mágicos e hipnotizantes, del color de la miel, que hacían de su mirada la más dulce habida y por haber.
La nariz, ligeramente más ancha en las aletas, le daba un aire de seriedad, rápidamente contrarrestado con unos sensuales y carnosos labios. Mientras paseaba sus activos ojos por aquella boca que ardía en deseos por besar, notó que aquella preciosa mujer mordía su labio inferior, en un gesto sencillo, pero de tal sensualidad, que no pudo reprimir la erección. Edisi notó el calor instalarse en sus mejillas y deseó con todas sus fuerzas que ella no se hubiese dado cuenta del despertar de su amigo.

No pareció reaccionar, por lo que prosiguió con el escaneo exhaustivo de aquella obra de arte viviente. Aquella ninfa estaba ataviada con un largo vestido marrón que acariciaba sus pies suavemente. Dos tirantes con tejidos en forma de flor sostenían toda la tela que cubría aquella deidad, otorgándole la apariencia de ser una delicada flor que podría desojar mediante caricias, besos y tiernos mordiscos. De los tirantes, la tela salía en forma de triángulo, cubriendo unos pechos que seguramente lo llevarían al desmayo si los viese descubiertos. A pesar de estar cubiertos, podía atisbar la figura de los mismos, formando dos esferas casi perfectas, y culminadas en dos puntas que parecían querer desgarrar aquel vestido para darse a conocer. Sin duda alguna, no llevaba más ropas que aquella fina tela.
El vestido caía desde sus senos en una cascada imperturbable hasta unas pronunciadas y apoteósicas caderas que de nuevo, llevaron el delirio a su entrepierna. Concluyó su epopeya dejando caer su mirada hasta los pies. Unos pies, que quizá fuesen el elemento menos perfecto de aquella obra, pero que hacían a aquella hembra más real y cercana, haciendo que Edisi tuviese la esperanza de poder ser un digno amante para ella.
Esos pies, ni siquiera eran feos, simplemente no estaban a la altura del resto, pero seguían pareciéndole adorables y graciosos. Lo que hacía que no le gustasen los pies de la forma que le gustó todo el resto, eran sin duda las uñas, que parecían aplastar la piel sobre la que reposaban. Aquella minucia solo hizo que se sintiese más seguro de sí mismo, y se imaginó a sí mismo creando una sola pieza con ella, fundiéndose en un abrazo interminable del que nunca querría escapar.

De nuevo, el enviado del Cesar le hizo despertar, aunque aquello no era un sueño, su diosa personal seguía ahí, de pie, y le taladraba con la mas sensual de las miradas, haciendo que el vello se le erizase e incluso haciéndole temblar levemente, como si una ola de frío lo hubiese envuelto por completo, pero con la completa seguridad de que ésta podría ser muy cálida próximamente.

- Puedes elegir a la mujer que quieras para que caliente tu cama, gladiador -dijo el hombre sin saber que la elección ya estaba tomada desde el mismo instante que vio la silueta de aquella escultura moldeada con mimo y cuidado, con los elementos propios de quien sabe que está creando la mayor obra de arte del mundo, algo insuperable-.

Su brazo se elevó instintivamente, casi sin que Edisi fuese consciente de lo que hacía, y su dedo apuntó a la morena despampanante del vestido marrón. ¡Y ella sonrió! ¿Se lo habría imaginado? Estaba casi seguro de que le había mostrado aquella blanca y perfecta sonrisa, pero tal vez solo fue una imagen creada en su mente. De cualquier forma, ella obedeció y se situó frente a Edisi, y todo el mundo alrededor se desvaneció. Ni siquiera se dio cuenta de que el hombre y las cuatro mujeres salieron de la habitación. Y en un ramalazo impropio en sí, en un movimiento que tal vez resultase estúpido para la mujer que estaba ante sí, la abrazó, haciéndola suya y sintiendo su calor. Pudo sentir que efectivamente, no llevaba más ropa que la que quedaba a la vista, y los pechos que antes había intuido dejaron de ser una fantasía y sintió lo reales que eran contra su abdomen; imaginó que serían tan blandos y gustosos como esos colchones de plumas que utilizaban los más importantes cargos de la ciudad. De hecho, solo había oído hablar de ellos, y de lo cálidos y gustosos que eran, pero sabía que aquello los superaba con creces, estaba seguro de ello.
Dejó que sus manos recorriesen la espalda de la muchacha que también lo abrazaba, porque ahora la sentía vulnerable y de alguna forma, quería protejerla, a pesar de que en realidad tendría pocos años menos que él. Se percató de que el vestido dejaba la espalda de ésta al descubierto, y el simple hecho de tocar su piel con la yema de sus dedos hizo que el bulto de su entrepierna creciese hasta límites insospechados. Temeroso de que eso no gustase a la chica, Edisi dio un paso hacia atrás, sin dejar de abrazarla, pero con la intención de que ella no se percatase de su erección. Pero para su gran sorpresa, descubrió que ella desandaba el camino que él acababa de andar y lo volvía a empujar hacia su cuerpo, casi frotándose contra su miembro.

Edisi temió que ella solo estuviese representando un rol, con el miedo de recibir una reprimenda del propio Cesar si no cumplía con su misión de hacer gozar a aquel guerrero, aunque algo en su interior seguía diciéndole que ella también lo deseaba a él y que gozaba con lo que hacía. Siguió recorriendo la espalda desnuda con sus manos hasta llegar a la suave tela que cubría justo el trasero de aquella señorita. Notó que aquella chica tenía unas buenas posaderas, en ningún caso un exceso, simplemente lo hacía aún más atractivo. Porque, ¿qué podía haber mejor que tener una doble ración de un caldo que adoraba?. Se pausó en aquellas dos montañas, acariciando toda la superficie que quedaba a su alcance, y ella, con cierto miedo de lo que se disponía a hacer, se inclinó hacia él y lo besó. Era una cabeza más bajita que él, por lo que tuvo que ponerse levemente de puntillas, haciendo que su culo se tensase para deleite de los dedos de Edisi.
Y entonces, lo envolvió un aura de felicidad, tranquilidad y emoción. Al principio selló su boca con la de aquella diosa, y después dejó que sus lenguas danzaran al son de la pasión que ambos rezumaban. Estuvieron varios minutos besándose, y Edisi notaba que el bulto de su entrepierna iba a explotar de un momento a otro, pero no temía, sino que disfrutaba de aquella presión incontrolable, que le hacía comportarse más como una bestia que como un hombre.

De pronto, ella interrumpió el beso y le dio la espalda a su amante. Él creyó que estaba descontenta con cómo la había besado, y la tristeza se lo tragó, haciéndole sentir la persona más desdichada de la tierra, pero pronto se dio cuenta de su equivocación. Ella se quedó allí, de espaldas a él, sí, pero sin la menor intención de marcharse. Subió grácilmente sus manos hasta los hombros y empujó hacia el exterior los dos tirantes. Estos resbalaron, como untados en aceite y cayeron desde sus hombros hasta el suelo, acompañados del resto del vestido y dejando al descubierto todo el cuerpo de aquella belleza. Edisi sintió unos espasmos en su miembro, pero no dejó que este se saliese con la suya y consiguiese concluir con aquello, porque quería disfrutarlo al máximo. 

Se acercó a ella suavemente, casi sin mover el aire que lo rodeaba, por miedo a romper aquel momento. La cogió por los hombros y acercó su boca al oído de ella, y le susurró:

- Tal vez no debería preguntarlo, porque ahora mismo casi creo que eres irreal, y tal vez esto rompa el momento, pero ardo en deseos por saber tu nombre. Un nombre que me diga que eres humana, como yo, y un nombre que pueda gritar cuando hagas que me estremezca de placer.

- Me llamo Enele - respondió ella tímidamente, a medida que sus mejillas se tornaban poco a poco rosadas por el rubor - Yo también deseo con todo mi ser poder hacerte gozar hoy, no podría perdonarme un error.

- Está bien Enele. Pero por favor, no hagas de esto una obligación, simplemente disfrutemos del momento, y dejemos que sean nuestros cuerpos los que decidan qué rumbo deben llevar los acontecimientos, dejémonos guiar por este romance. - Ella asintió, y él la rodeó de nuevo con sus brazos, por la espalda y besándola en la mejilla mientras lo hacía.

Esta vez, recorrió con sus manos otro territorio desconocido, pero que tantas veces se había imaginado tras verla aparecer por la puerta en su primer encuentro. Tocó las marcadas clavículas y cayó hasta los voluptuosos senos. Los pezones estaban duros como una roca, pero a la vez eran suaves y parecían atraer a sus manos, que no hacían mucho por evitar ese magnetismo. Casi parecía que dichos pezones querían perforar sus manos, como antes lo habían hecho con la tela que los tapaba. Edisi dejó que sus manos siguiesen explorando todo rincón del cuerpo de aquella musa, mientras seguía diciéndose a sí mismo que no era digno de tal disfrute. Bajó por el abdomen y le acarició las costillas.
Y cuando casi estaba a punto de parar y dejar a aquella indefensa esclava ser libre al menos por unos minutos, tocó su entrepierna. Primero pasó las yemas de sus dedos por el vello que cubría parte de aquella pequeña pronunciación. Pero lo que le hizo al fin estar seguro de que lo que hacía también le gustaba a Enele, fue lo que encontró unos centímetros más abajo. Un manantial de vida y felicidad, una cascada de sueños cumplidos y deseos ardientes, el cáliz de la inmortalidad, una humedad que no helaba los huesos, sino que le hacía estar aún más caliente.

La besó, seco por el ardor que comenzaba en el interior de su cuerpo y poco a poco lo invadía por completo. Tenía las manos y los labios empapados, pero a diferencia del agua que estaba acostumbrado a beber, esta no le refrescaba. En cambio, hacía que su calor fuese aún mayor. No era un calor desagradable como el que en verano tostaba a cada uno de los habitantes de la ciudad y hacía que las calles estuvieran deshabitadas en las horas de apogeo del sol, era un calor atrayente, que atrapaba y no dejaba a uno escapar a ningún sitio.

Edisi ya no era dueño de su cuerpo, no controlaba sus movimientos ni su mente, solamente se dejaba guiar como una hoja que el viento moviese a su antojo. Pero siendo una hoja que estaba segura de que el destino que la aguardaba era el paraíso, sin reparar en todo lo que tuviese que dejarse llevar para alcanzar su destino. Preso de una locura irracional que lo desinhibía por completo, como si de una borrachera de amor y pasión se tratase, y capaz de hacer cosas que en un estado normal lo hubiesen avergonzado, andaba firme en el camino del deleite.

La giró bruscamente, pero con la certeza de estar actuando con ternura, y la besó de nuevo, esta vez de frente, sin tomarla por la espalda como antes. Volvió a llevar sus manos a la espalda de Enele, pero esta vez como previo paso para llegar al pomposo culo. La agarró fuertemente, con decisión, y la elevó al aire tan fácilmente como si de un jarrón se tratase. Ejecutaba todos los movimientos con mimo, como el artesano que moldea el barro a su antojo, para convertirlo en el jarrón con el que sueña, cuya forma ha visto mil veces en su mente. Con una única diferencia, el jarrón que él tocaba ya estaba hecho y solo disfrutaba tocando todo su contorno, sin intención alguna de moldearlo, ya que era la obra de sus sueños. No tuvo que crearla por sí mismo, pero juró que la disfrutaría.

La llevó en volandas hasta la pared más cercana a su posición, y la empotró contra la misma, con rudeza, pero siempre con la certeza de no hacerle daño, como un león con sus crías, sin dejar de lado su naturaleza animalesca, pero con la ternura de proteger a lo que más quiere. Enele le tocó el pecho, recorriendo sus pectorales, sus costillas, su abdomen... Parecía incluso tan absorta como él lo había estado unos instantes atrás. Metió sus manos como pudo, mientras Edisi la hacía flotar por debajo de sus piernas hasta encontrar los pocos harapos que tapaban las vergüenzas de Edisi. Los bajó con las manos, con la intención de descubrir el regalo que le tenía preparado y culminó la tarea con uno de sus pies, haciendo gala de una elasticidad asombrosa, pero con una ejecución extremadamente sencilla en sus movimientos. Le agarró el pene con suavidad y firmeza, y Edisi no pudo reprimir un pequeño espasmo en el mismo. Lo dirigió hacia su sexo y lo introdujo en el mismo. Edisi no podría haber descrito las sensaciones que le recorrieron el cuerpo cuando la humedad de su miembro se hizo una con la que ella tenía en su entrepierna. Una explosión de disfrute que hacía que cualquier otro placer de la vida pareciese casi hasta molesto. La calidez del amor, que se extendía ahora desde su miembro hasta cada una de sus extremidades.

Contenía a duras penas la explosión de placer que notaba tan cerca, pero que sin duda acabaría con aquel momento. Cuanto más esperase, más placentero sería el final. Comenzó a moverse, lentamente pero con contundencia, sintiéndose uno solo con Enele, y feliz no solo por su disfrute, sino también por el de ella. A veces, los ojos se le cerraban de puro placer, pero cuando conseguía forzarse a abrirlos, se quedaba maravillado con lo que tenía ante sí. Ella también tenía los ojos cerrados, como disfrutando con cada una de sus feroces embestidas. Edisi le agarró la cara con las manos, sujetándola entre ellas como queriendo preservarla en su memoria para siempre, con el miedo irracional a que esta desapareciese de un momento a otro.
De pronto, y como si de un fogonazo se tratase, reparó en una cama a su derecha, que no había visto antes, seguramente porque no pudo percatarse de ninguna otra cosa de la habitación que no fuese Enele. La cama, con una estructura de madera que la hacía parecer un cubo, estaba adornada con sedas transparentes que caían desde la estructura hasta el suelo, dándole un aire imponente y sensual. En el interior, se podían atisbar más de veinte cojines, colocados estrategicamente unos delante de los otros.

Guiado por la fantasía de perderse entre las sábanas en un mundo aislado del real, donde el deleite predominase ante las decisiones políticas o gubernamentales, guió a su musa hacia el catre. Retiró suavemente las cortinas y la tendió en la cama, sin salir de su interior en ningún momento. Jugaron y disfrutaron durante una hora que se les pasó tan rápido como un minuto, lanzándose pasionales besos y recorriéndose el uno al otro con manos, labios, lengua...
Y finalmente, presos de una oleada incontenible de placer, ambos gritaron al son, como en una melodía anteriormente planeada. Sus dos nombres flotaron en el aire, pronunciados por la otra persona. La explosión de sentimientos hizo que Edisi no pudiese contener las lágrimas, gotas que cayeron por sus mejillas antes de juntarse con la mayor sonrisa que nunca hubiese lucido antes. Extasiados, ambos cayeron en un sueño profundo, abrazados con el fin de mantener el calor que había reinado en la habitación durante todo ese tiempo.

Edisi apenas fue consciente del tiempo que había pasado dormido, tenía la sensación de que solamente había parpadeado unos segundos más lento de lo normal. Ante él, seguía estando la mujer más bella del mundo, la que mejor le hacía sentir y a la que amaba. Fue a tocar su cara, pero a medida que lo intentaba, esta se alejaba más de su posición, resultando inalcanzable por mucho que se esforzara. Aquellos rasgos mágicos comenzaron a desvanecerse, como una torre de arena que sufriese continuamente los deterioros producidos por el oleaje. Edisi no sabía qué hacer, intentaba evitar la evaporación de la única persona que había amado realmente en su vida, pero cuanto más empeño ponía, mayor era la velocidad con la que Enele se evaporaba.
En el aire, se comenzó a oír un leve suspiro, era Elene la que hablaba, movía la única parte de su cuerpo que aún seguía intacta, sus labios. Trató de acercarse para escuchar lo que decía, e incluso intentó besarlos con tal de disfrutar por última vez de aquella deidad.

Todo fue en vano, pero el susurro se fue haciendo más claro por momentos

-Erakim, Erakim.

Un nombre que se le hacía extrañamente familiar y parecía llamarle a una realidad alternativa. Comenzó a darse cuenta poco a poco de lo natural que había sido el encuentro con Enele, como si ya se hubiesen amado antes un centenar de ocasiones. No lo comprendía, pero a medida que el nombre de Erakim subía el volumen, la habitación a su alrededor comenzó a evaporarse también, hasta que finalmente solo quedó la cama.

- Erakim, Erakim, Erakim

Era como un continuo martilleo que le perforaba el tímpano, pero la voz cada vez se parecía más a la de Elene, y eso le hizo sonreír. Finalmente, cuando ya flotaba en el vacío sin nada alrededor, él comenzó a desaparecer, hasta que todo se quedó de color negro, pero el nombre seguía sonando, ahora más claro que nunca.

- Erakim, venga, despierta, por favor.

Abrió los ojos y se vio a sí mismo en un avión. A su lado, se hallaba Aeren, con una sonrisa enorme en su cara. Una sonrisa que le recordó a Elene, y entonces comprendió, todo había sido un sueño, Elene no era real, al menos no en su totalidad, tan solo era una imagen de la chica que realmente amaba, Aeren. Y una imagen imperfecta, porque cuando vio el rostro de Aeren, no pudo reprimir una sonrisa embriagado por su inmensa belleza. Los ojos caramelizados que lo miraban le hacían abstraerse de todo el resto, y le entraban unos deseos irracionales de besarla, cosa que no dudó en hacer.

- Estabas dormido como un ceporro -dijo Aeren tras devolverle el beso.

- Sí, y no te imaginarías lo que he soñado -dijo Erakim con una sonrisa juguetona

- Ahora me lo cuentas, pero agárrame de la mano por favor, estamos a punto de aterrizar -Erakim asintió y cogió la mano de Aeren. Esta la agarró con fuerza y se acurrucó contra su pecho-. Por cierto, muchas gracias por mi regalo, de verdad. Te quiero mucho.

- Yo también te quiero - Respondió él sonriendo - Y no seas idiota, ya sabes que no es un regalo, los dos vamos a disfrutar con ello.

- Venga, cuéntame lo que has soñado. - dijo ella ansiosa

- Luego te lo cuento, tenemos mucho tiempo para ello, Roma nos espera.

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