jueves, 2 de junio de 2016

Resignación

Sumida en el conformismo de sentirse en una situación común, Aras perdía fuerza cada vez que su famélico recién nacido hijo trataba de alimentarse de sus marchitos pechos. Tenía el vientre hinchado, a pesar de no haber probado bocado en los últimos cuatro días. El cadáver del padre de su hijo yacía a escasos metros de su posición, impasible ante el sufrimiento de su amada. Por más que miraba el rostro de su bebé, tratando de encontrar unas fuerzas que la permitieran salir a cazar, no hallaba rastro de ellas en su ser. Con apenas catorce años, sentía estar viviendo la última de las calamidades de su vida.

Una lágrima corrió por su huesudo rostro dando a parar a la tez del niño, que ya no mamaba, ni parecía respirar. Aras, impasible, cerró los ojos y se adentró al fin en un descanso eterno y merecido.

martes, 31 de diciembre de 2013

Tutte le strade...

El sol lo cegó en primera instancia, hacía días que no lo veía y no pudo contener las lágrimas, que corrieron frías y rápidas por sus mejillas. El sonido a su alrededor era ensordecedor, y Elatan se sentía como un insecto al que querían pisar y exterminar. Bajó la cabeza para evitar el contacto visual con el sol. Pronto empezó a recobrar la visión, aunque en principio sólo veía manchas informes y desdibujadas. 
Poco a poco, las formas se tornaron objetos conocidos. En su mano derecha portaba una espada corta, del tamaño de su antebrazo. Tenía el torso desnudo, y su piel estaba impregnada por una fina película de sudor. En el brazo izquierdo, a su vez, sujetaba un escudo redondo que conseguía tapar gran parte de su pecho, aunque estaba desgastado y no parecía que fuese a aguantar demasiados golpes.
Unos pocos harapos cubrían la zona de su cuerpo contenida entre la cintura y sus rodillas. Caminaba descalzo y podía sentir la arena bajo sus pies. Una arena sucia, que había absorbido la mugre de las miles de personas que la habían pisado durante todos aquellos años.

    Elatan y sus nueve acompañantes caminaron hasta el centro de la plaza, y a medida que lo hacían, los gritos de la gente que los rodeaba incrementaban y hacían que fuera imposible hablar con cualquiera de los hombres que tenía a menos de un metro de distancia. 
Podía ver el miedo en la cara de todos, aunque el suyo podía sentirlo; las piernas le temblaban y su corazón latía de un modo irrefrenable. Cada uno portaba un arma; el hombre que caminaba por delante, llevaba una lanza y un escudo más pequeño que el suyo, pero en mejor estado; el de su espalda llevaba una gran maza y no llevaba nada con lo que cubrirse. Tridentes, cadenas, dagas, puñales... cada uno se aferraba a su arma sabiendo que sería su más leal compañero en la batalla, el único en quien podrían confiar y de quien nunca deberían separarse. 
Todos eran más corpulentos que él. Destacaba de entre todos un hombre enorme, tan grande como un oso, y con la piel del color del ónice. Llevaba la cabeza afeitada, y su cuerpo mostraba cicatrices de innumerables peleas anteriores a aquellas. Era un superviviente, tenía experiencia en lo que se disponía a hacer, a diferencia de él. 

   Los recuerdos lo invadieron, y por un momento Elatan se olvidó de todo lo que le rodeaba. Se vio a sí mismo corriendo por las abarrotadas calles del mercado, sin soltar la hogaza de pan que llevaba bajo el brazo. Llevaba seis días sin comer, y aquello podría alimentarlo para la próxima semana.
Hacía años que había dejado atrás los cargos de conciencia que le llevaban a pensar que robar estaba mal. Ahora, se regía por una única norma. Tenía que comer para sobrevivir, y para ello, haría lo que fuese. 
Aunque no podía pararse para mirar atrás, sabía que varios hombres le perseguían. Se escabulló entre la gente, corrió como loco por las calles que tan bien conocía, sabiendo que tendría que seguir corriendo por mucho mas tiempo. 
Pronto llegó a una plaza repleta de gente, y supo que allí podría eludir a sus perseguidores de una vez por todas. Se dispuso a fundirse con el gentío, se vio a sí mismo disfrutando de aquel pan, que aún estaba caliente y desprendía un olor que le hacía salivar más de lo normal. De pronto, y sin que le diese tiempo a reaccionar, dos muchachos que peleaban con espadas romas de madera se cruzaron en su camino, lanzándose juguetonas estocadas. Se llevó a uno de ellos por delante, cayendo al suelo con él irremediablemente. El pan se le escapó de las manos y rodó perdiéndose entre las piernas de la gente. Sin preocuparse por el estado del chico al que acababa de arrollar, trató de levantarse para recoger su pan, pero una mano lo cogió fuertemente del tobillo impidiéndole moverse. Cuando se giró, descubrió que uno de sus perseguidores había conseguido darle caza y vio que un par de guardias se acercaban para apresarlo a él.
Tiró tan fuerte como pudo para intentar zafarse, pero la mano permaneció cerrada entorno a su pierna como si fuera de hierro. Vencido por la fatiga y la falta de fuerzas, sucumbió ante su captor y dejó de intentar escapar. Los guardias se lo llevaron a los calabozos de la ciudad. 

Tras días enjaulado, donde al menos, pudo comer algo de pan duro que le dieron los carceleros, al fin llegó el día de su juicio. Los castigos a los que se enfrentaba por hurto iban desde recibir unos latigazos en la plaza mayor ante la mirada de los ciudadanos, a cortarle una o las dos manos para evitar futuros robos. Él sabía que una hogaza de pan no era muy cara, y confiaba en que su deuda se saldase con unos pocos latigazos. 
Pero ante el juzgado, todo cambió drásticamente. Al parecer, el niño al que había arrollado en su intento de huida, se golpeó con la cabeza en el suelo y murió en el acto. El jurado fue implacable ante los dos delitos cometidos y decidió que serían los dioses quienes lo juzgasen en las arenas del Coliseo.


De pronto se hizo un silencio completo, y aquello lo despertó de sus ensoñaciones. El coliseo estaba abarrotado de gente y no había ni un solo hueco en sus tribunas. Siempre había querido entrar allí para ver a los gladiadores luchar, pero la idea no le resultaba tan atractiva cuando él era uno de los protagonistas. 
Una voz se alzó en el sepulcral silencio y se dirigió a todas las personas allí presentes.

- Ciudadanos de Roma, estamos hoy aquí para disfrutar del espectáculo que nos brindan nuestros gladiadores, pero también es el día señalado para que los dioses juzguen si alguno de estos pecadores merece seguir viviendo, perdonándoles así sus atroces crímenes.

El hombre que hablaba no era otro que el Cesar. No podía creerlo, iba a darle espectáculo al hombre más importante del mundo. Le hubiese gustado estar preparado para la situación, pero dudaba que pudiera brindarle algo más que una sonrisa cuando sus órganos se esparcieran por la arena. 

- Solo uno de ellos podrá sobrevivir, - prosiguió - ya que pelearan entre sí hasta que solo uno quede de pie. Además -añadió con una malévola sonrisa-, soltaremos a un león que pueda hacerles compañía mientras luchan y de esta manera puedan brindarnos un digno espectáculo. -carraspeó para aclararse la voz y concluyó- ¡Que empiece, para deleite de nuestros ojos, la masacre!

Tan pronto como sus palabras cesaron, todo el público comenzó a gritar mucho más alto que cuando salieron a la arena. y de la trampilla de debajo del palco donde se hallaba el Cesar, apareció un león, pausadamente, pero con la mirada de un depredador sanguinario.

Rápidamente, el hombre bañado en carbón tomó el mando y se dirigió al grupo entero:
- Solo uno de nosotros puede sobrevivir, ya lo habéis oído -el ruido el las tribunas era ensordecedor, y apenas se conseguían discernir las palabras del hombre-, pero si no matamos entre todos a ese león, no quedará ninguno de nosotros. Formemos un círculo, todos con nuestras armas en alto, y lancemos estocadas cada vez que esa bestia se acerque a nuestra posición.

Todos hicieron caso al enorme hombre y tomaron sus posiciones en el círculo. El león titubeó en principio, al ver a tantos hombres ante sí, pero pronto echó a correr directo hacia el círculo, con ansias de probar sangre.
 En el primer ataque, el hombre al que se acercó el león blandió su espada al aire, y esta llegó a impactar en una de las patas delanteras del león. El león retrocedió sorprendido. La sangre manaba de la herida, pero el golpe no fue suficiente para invalidar al animal, y solo hizo que éste se enfureciera aún más.
El segundo ataque fue mucho más feroz, y por otro flanco. Esta vez, los hombres a los que se aproximó no tuvieron la valentía del primero, y rápidamente rompieron filas. A partir de ese momento, las arenas se convirtieron en un infierno que ningún hombre debería pisar nunca, fuesen cuales fuesen sus delitos. El caos reinaba a su alrededor, y Elatan estaba paralizado, sin saber qué hacer, el miedo nublaba totalmente sus sentidos. A su derecha, el león consiguió dar caza a uno de los luchadores, y de una dentellada le arrancó un brazo. En pocos instantes, la sangre corría por la arena, mientras el león devoraba un cuerpo que se hacía más pequeño cada vez que la bestia abría sus fauces.
A su izquierda, en ese mismo momento, el hombre negro, completamente fuera de sí y con los ojos fuera de sus órbitas, ensartó a dos contrincantes con un sencillo movimiento de su lanza, y los levantó a ambos como si no tuviera que hacer esfuerzo alguno para ello. Al mismo tiempo, otros dos hombres se batían en duelo lanzando estocadas al aire y cubriéndose con sus escudos para parar las embestidas de su adversario. Elatan sentía que no encajaba en aquella batalla, temía por su vida, y a punto estuvo de echarse a llorar, pero se forzó a sí mismo a ser fuerte y sobrevivir a aquello.

Volvió la vista hacia el león, y vio que éste estaba centrando su mirada en él. La sangre se le heló, y su cuerpo pasó a pesar cinco veces más de lo que recordaba. El animal emprendió la carrera hacia su posición, y de pronto, Elatan recuperó el control de sus piernas, y sin ser consciente de lo que hacía, se vio corriendo más rápido de lo que nunca lo había hecho. Sentía las pisadas del león a su espalda, y decidió correr en dirección a los dos hombres que luchaban entre ellos.
A pesar de que corría velozmente, su percepción era la de no haberse movido nunca tan lento. Apenas tenía tiempo para mirar hacia atrás, pero cada vez que lo hacía, veía que el león le había recortado muchos metros. Estaba mucho más nervioso que aquel fatídico día en el que los guardias lo perseguían por el mercado.
Se hallaba solo a unos cinco metros de los dos luchadores, pero el león casi lo había cogido. Amplió su zancada, e instintivamente se lanzó de cabeza al suelo. Resbaló varios metros, dejando a su paso una nube de arena. Se agazapó en el suelo temiendo que el animal cayera sobre él en cualquier momento, pero para su sorpresa, éste trató de evitar la polvareda saltando por encima de ella, y sin quererlo, acabó encima de uno de los dos luchadores que hacía escasos momentos luchaban entre sí. Poco le importó que no fuera el objetivo al que en principio perseguía, y devoró parte de su cabeza como si esta fuese una delicada flor que poco a poco desojaba con cada uno de sus afilados dientes. Los pétalos, en forma de cerebro y trocitos de cráneo, se esparcían por la arena rebozándose hasta quedar completamente cubiertos por la misma.
El otro luchador salió corriendo tratando de evitar al león, y en ese mismo momento, se dio cuenta de que Elatan estaba en el suelo, desprotegido. Sin pensárselo ni un segundo saltó hacia él con su espada en alto y la punta de esta dirigida hacia la cabeza de Elatan. Éste último pudo reaccionar en el momento en el que vio al hombre en el aire, tomó la espada que tenía bajo su cuerpo y la blandió al aire, sin estar seguro de hacia donde apuntaba. El luchador consiguió clavar su espada en el hombro de Elatan, pero éste fue más certero con su estocada y atravesó el vientre del primero, matándolo súbitamente.

Elatan quedó sepultado bajo el cuerpo inerte de su enemigo, y un dolor mayor que el que nunca hubiese sentido se extendió desde su hombro hasta el resto de su cuerpo. No podía ver más que el cielo, y no sabía dónde podría hallarse el león o cualquier otro luchador. Presa del pánico por que el león lo desgarrase como ya le había visto hacer con otros hombres más fuertes que él, consiguió voltear el cuerpo que lo aplastaba e incluso pudo ponerse en pie. Comprobó en cuestión de segundos que su decisión no fue la acertada, ya que ante sí, y tapando el sol que en aquel momento debería estar cegándole, se extendía una negrura solo perturbada en su punto más álgido por dos ojos blancos fuera de sus órbitas.
Desde el principio, Elatan había quedado sorprendido por el tamaño de aquella bestia de ónice, pero ahora le parecía aún más grande que antes. A su lado, incluso el león parecía un dócil gatito. Pensar en el león le hizo arder en deseos de que este reparase en el hombre negro y lo atacase para salvarlo a él de aquella pesadilla, pero cuando miró a su alrededor, lo halló devorando aún el botín que había encontrado hacía escasos segundos.

El hombre negro no demoró demasiado la agonía de Elatan y rápido como el viento emprendió un ataque contra él. Elatan pudo esquivar a duras penas el primer estoque de la lanza del gigante, pero con el esfuerzo perdió el equilibrio y cayó al suelo de rodillas, quedando totalmente a merced de una muerte oscura y rápida, como la sombra de un guepardo. El negro no tardó en percatarse de su posición de ventaja y levantó la lanza por encima de su cabeza para hacer de Elatan la carne de un pincho moruno. Pronto, y sin saber muy bien cómo, el negro abdomen de la bestia que quería matarlo comenzó a tornarse rojo, y sobre la cascada sangrienta emanó la punta de una espada larga. Elatan dejó de ver a la montaña oscura como a un animal y vio que era una persona, como él. Sintió el temor en sus ojos cuando miró con incredulidad el acero que estaba atravesando su pecho y cuya punta tenía enfrente de sus ojos.

Cuando la bestia convertida en hombre cayó al suelo, un ángel se apareció ante los ojos de Elatan, su salvador. Se trataba de un hombre de estatura media, con el torso musculado y definido y una cascada de lisos cabellos dorados cayéndole desde la cabeza casi hasta los hombros. Tenía las clavículas completamente definidas y se atisbaba la forma de las costillas justo debajo de su fornido pecho. Los ojos eran de un marrón verdoso hipnotizante, con mil formas que hacían que los colores danzasen en las pupilas.
Disfrutaba de aquella imagen embelesante que lo había devuelto a la vida. Tal vez el hombre no fuese tan atractivo realmente, pero para él, había pasado a ser la persona más bella del mundo, o al menos la persona que más había hecho por él en toda su vida, a excepción de su madre, que lo trajo al mundo.

Pronto un rugido lo despertó de sus ensoñaciones y lo devolvió al mundo real, a las arenas de aquel infierno en el que se había convertido aquel coliseo para él. Vio que el león se acercaba por la espalda de su ángel, sin que éste se percatase, y sin ser consciente de lo que hacía, apartó de un empujón al rubio combatiente y atacó al león con su espada alzada al aire. El sol volvió a aparecer ante sí tras los momentos de sombra vividos unos instantes atrás, y el impacto de la luz cegadora hizo que tuviera que cerrar los ojos, quedando vulnerable ante el fiero animal.
Notó para su sorpresa que su espada se clavaba en algo parecido a una pared en principio, pero que se tornó blando al instante, hincándose hasta la empuñadura. La sangre comenzó a brotar y cubrió su mano de un rojo vivo y tranquilizante, porque había salvado su vida y la del hombre maravilloso que salvó la suya escasos instantes atrás. Por fin, era feliz en aquel infierno.
Sin darle tiempo a Elatan de que su sonrisa se instalase en su cara, el león lanzó una última y mortífera dentellada que le arrancó la cara, como si siempre hubiese llevado una máscara. Ambos se fundieron en un único ente, cubierto por una mortífera capa roja y cayeron a la arena para deleite del público. El león no se volvió a mover, había gastado sus últimas fuerzas en asestar aquel último bocado. Tampoco volvió a ver la luz Elatan, que se sumió en una paz eterna y absoluta.

Edisi miró sorprendido a su alrededor, hubiese tratado de loco a cualquiera que le dijese antes de empezar que iba a sobrevivir a aquella batalla . Pero lo hizo, no pudo reprimir una tímida sonrisa, alzando los brazos ante los vítores del graderío. Cayó de rodillas, y sin saber por qué, se agachó y besó la arena. Se levantó rápido, sabiendo que no era digno de un ganador caer rendido al suelo.
Le debía tanto a aquel desgarbado pero valiente muchacho que había muerto por protejerlo a él del león...
Bien es cierto que Edisi lo había salvado antes y se podría ver como la devolución de un favor. Y sí, su intención al matar a la muralla oscura había sido la de salvar la vida a aquel joven, pero sabía con certeza que no hubiese actuado si no hubiese visto que el guerrero negro no se había percatado de su presencia.

A decir verdad, desde el primer momento en que salieron al centro del coliseo tuvo el presentimiento de que aquel gigante iba a ser quien se llevase su vida con sus musculados brazos. Aún recordaba la rabia con la que empezó a luchar hacía unos pocos minutos. Una rabia sin duda provocada por el cobarde hombre que formaba el círculo a su derecha cuando el león saltó al ruedo. Él fue quien rompió filas, a pesar de que el plan de matar al león fuese excelente. Entre todos podrían haber acabado con el animal en unos pocos minutos, para después luchar tranquilamente.

Hasta entonces había estado atemorizado, pero tras aquel mezquino movimiento que expuso a todo el grupo a ser devorados por el demonio hecho animal, su instinto de luchador salió a la luz, un instinto que nunca antes había descubierto tener. Como un loco persiguió al hombre que había originado todo el caos, el que condenó a todo el grupo con su cobardía y egoísmo. Armado con solo con una pequeña daga y sabiendo que aquel hombre tenía la espada más grande del ruedo en sus manos. No temió y cuando se encontró ante aquel estúpido luchador no tardó en lanzar un bravo ataque.
Casi le resulto natural esquivar la embestida que su contrincante emprendió con su espada, y aún recordaba lo gratificante que había resultado clavar su daga en el pecho de aquel deshecho humano. Lo hincó y retorció, hasta que sus ojos se cerraron para siempre, con un gesto de incredulidad. Estaba seguro de que en aquel momento, su presencia le había resultado más aterradora que el propio león del que antes había huido despavorido. Del resto de la batalla Edisi apenas recordaba fogonazos. Con la espada de su contrincante caído se vio con una valentía aún mayor, y no hubo una sola persona que pudiese pararle.
La muralla de ónice solo había sido la última de sus víctimas, y no hubiese dudado en matar al asustadizo chaval al que salvó la vida con tal de preservar la suya. Pero la jugada le salió mejor de lo que había pensado, y aquel chaval, demostró estar henchido de valentía con su ataque mortífero y salvador al león. Tuvo suerte de que el animal matase al pequeño luchador, porque le hubiese costado atacarle después de que éste salvase su vida.

La voz del Cesar le devolvió a su realidad.

- Has luchado bien, supongo que a partir de ahora podemos llamarte gladiador. Te has ganado tu perdón luchando como un hombre valiente y ahora, tras el juicio de los dioses, yo te decreto inocente. La gloria te espera a partir de ahora y espero que sepas agradecer este regalo del cielo -levantó su pulgar apuntando con él hacia arriba y el Coliseo se rindió ante Edisi, haciéndolo sentir un héroe-.
Ahora, después de soltar toda la adrenalina, los golpes que luchando no había sentido le martilleaban el cuerpo, como agujas que se le clavasen por mil partes distintas. Pero no podía dejar de mostrar aquella sonrisa que lo erigía campeón. Abrió los brazos y dejó que sus pies dibujasen espirales en la arena, mientras giraba al son de los gritos del público.

Dos hombres del Cesar se aproximaron hasta su posición y le echaron sobre los hombros una manta de cuero, invitándolo a seguirlos en su paseo triunfal hacia el interior del coliseo. A partir de ahí, la lujuria lo envolvió en sábanas de seda. Tuvo a su disposición todo lo que pudiese imaginar, comida, agua, ropajes limpios y nuevos...
Aún así, prefirió mantener su atuendo, queriendo recordar su proeza un rato más. Uno de los hombres del Cesar apareció en la habitación lujuriosa en la que Edisi se encontraba, sorprendiendo a este último mientras se comía un racimo de uvas, disfrutando cada explosión de aquellos pequeños pero sabrosos frutos.

- Buenas tardes Edisi, y ante todo, mi más sincera enhorabuena, luchaste como un auténtico gladiador allí en la arena. Espero que sepas apreciar los regalos que el Cesar te ha brindado -tenía el gesto serio, pero podía ver en su mirada, que de alguna forma lo admiraba por su gesta-.

- Por supuesto, el Cesar ha sido muy bueno conmigo -mintió Edisi, que en realidad odiaba a aquel déspota que tenía atemorizada a toda la ciudad con su tiranía.

- Está bien que sepas apreciarlo, porque él es ahora quien exige un favor a cambio -el gesto se le torció a Edisi, e incluso la uva que estaba disfrutando escasos segundos atrás comenzó a saberle agria-. El pueblo te aclama -prosiguió el enviado del Cesar- y esto no ha pasado desapercibido par alguien tan astuto como nuestro gran Cesar -hizo una pausa que a Edisi se le hizo eterna, tal vez porque sabía que las palabras que vendían a continuación no le depararían un plácido futuro-.

- Es por ello, que a partir de ahora, lucharas cada semana en el Coliseo. Obviamente correrás peligro, pero mucho menos del que hoy has podido experimentar en la arena. Lucharás al lado de los mejores hombres, ante bestias y maleantes que deban ser juzgados, pero siempre provisto de las mejores armas y armaduras. El Cesar aprecia mucho el valor de tu vida -Edisi ya no temía, de hecho, las palabras le sonaron a música en los oídos. Sería un gladiador, no podía haber algo mejor en el mundo, podría acostumbrarse al fervor del público acompasado al agitar de su espada y a los vítores tras su victoria. Era el deseo que había tenido desde que era un niño y luchaba contra sus amigos con espadas romas por las calles de la ciudad-.
- Además, después de cada lucha en el Coliseo, se te proveerá de todo lujo -prosiguió el que para Edisi ahora era un ángel mandado del cielo-. Tal y como has podido comprobar hoy, podrás pedir cualquier cosa que esté a nuestro alcance para hacerte disfrutar. Antes de cada espectáculo, tendrás que entrenar al lado de los mejores hombres, que a partir de ahora serán tus compañeros.

Y cuando Edisi pensó que nada podría ser mejor, llegó el colofón final. El hombre frente a sí aplaudió, y de la puerta por la que éste había entrado, aparecieron cinco despampanantes mujeres. O eso creyó, porque en realidad él solo pudo fijarse en una. El resto del mundo ya no le importaba, ya que todo parecía girar alrededor de aquella belleza. Obnubilado como nunca antes lo había estado, analizó cada retazo de aquella obra perfecta hecha mujer. Bajó su mirada acompañado del lacio y brillante cabello, que se debatía entre el negro y el castaño, pero donde el primero predominaba. Su primera parada la efectuó en unos ojos mágicos e hipnotizantes, del color de la miel, que hacían de su mirada la más dulce habida y por haber.
La nariz, ligeramente más ancha en las aletas, le daba un aire de seriedad, rápidamente contrarrestado con unos sensuales y carnosos labios. Mientras paseaba sus activos ojos por aquella boca que ardía en deseos por besar, notó que aquella preciosa mujer mordía su labio inferior, en un gesto sencillo, pero de tal sensualidad, que no pudo reprimir la erección. Edisi notó el calor instalarse en sus mejillas y deseó con todas sus fuerzas que ella no se hubiese dado cuenta del despertar de su amigo.

No pareció reaccionar, por lo que prosiguió con el escaneo exhaustivo de aquella obra de arte viviente. Aquella ninfa estaba ataviada con un largo vestido marrón que acariciaba sus pies suavemente. Dos tirantes con tejidos en forma de flor sostenían toda la tela que cubría aquella deidad, otorgándole la apariencia de ser una delicada flor que podría desojar mediante caricias, besos y tiernos mordiscos. De los tirantes, la tela salía en forma de triángulo, cubriendo unos pechos que seguramente lo llevarían al desmayo si los viese descubiertos. A pesar de estar cubiertos, podía atisbar la figura de los mismos, formando dos esferas casi perfectas, y culminadas en dos puntas que parecían querer desgarrar aquel vestido para darse a conocer. Sin duda alguna, no llevaba más ropas que aquella fina tela.
El vestido caía desde sus senos en una cascada imperturbable hasta unas pronunciadas y apoteósicas caderas que de nuevo, llevaron el delirio a su entrepierna. Concluyó su epopeya dejando caer su mirada hasta los pies. Unos pies, que quizá fuesen el elemento menos perfecto de aquella obra, pero que hacían a aquella hembra más real y cercana, haciendo que Edisi tuviese la esperanza de poder ser un digno amante para ella.
Esos pies, ni siquiera eran feos, simplemente no estaban a la altura del resto, pero seguían pareciéndole adorables y graciosos. Lo que hacía que no le gustasen los pies de la forma que le gustó todo el resto, eran sin duda las uñas, que parecían aplastar la piel sobre la que reposaban. Aquella minucia solo hizo que se sintiese más seguro de sí mismo, y se imaginó a sí mismo creando una sola pieza con ella, fundiéndose en un abrazo interminable del que nunca querría escapar.

De nuevo, el enviado del Cesar le hizo despertar, aunque aquello no era un sueño, su diosa personal seguía ahí, de pie, y le taladraba con la mas sensual de las miradas, haciendo que el vello se le erizase e incluso haciéndole temblar levemente, como si una ola de frío lo hubiese envuelto por completo, pero con la completa seguridad de que ésta podría ser muy cálida próximamente.

- Puedes elegir a la mujer que quieras para que caliente tu cama, gladiador -dijo el hombre sin saber que la elección ya estaba tomada desde el mismo instante que vio la silueta de aquella escultura moldeada con mimo y cuidado, con los elementos propios de quien sabe que está creando la mayor obra de arte del mundo, algo insuperable-.

Su brazo se elevó instintivamente, casi sin que Edisi fuese consciente de lo que hacía, y su dedo apuntó a la morena despampanante del vestido marrón. ¡Y ella sonrió! ¿Se lo habría imaginado? Estaba casi seguro de que le había mostrado aquella blanca y perfecta sonrisa, pero tal vez solo fue una imagen creada en su mente. De cualquier forma, ella obedeció y se situó frente a Edisi, y todo el mundo alrededor se desvaneció. Ni siquiera se dio cuenta de que el hombre y las cuatro mujeres salieron de la habitación. Y en un ramalazo impropio en sí, en un movimiento que tal vez resultase estúpido para la mujer que estaba ante sí, la abrazó, haciéndola suya y sintiendo su calor. Pudo sentir que efectivamente, no llevaba más ropa que la que quedaba a la vista, y los pechos que antes había intuido dejaron de ser una fantasía y sintió lo reales que eran contra su abdomen; imaginó que serían tan blandos y gustosos como esos colchones de plumas que utilizaban los más importantes cargos de la ciudad. De hecho, solo había oído hablar de ellos, y de lo cálidos y gustosos que eran, pero sabía que aquello los superaba con creces, estaba seguro de ello.
Dejó que sus manos recorriesen la espalda de la muchacha que también lo abrazaba, porque ahora la sentía vulnerable y de alguna forma, quería protejerla, a pesar de que en realidad tendría pocos años menos que él. Se percató de que el vestido dejaba la espalda de ésta al descubierto, y el simple hecho de tocar su piel con la yema de sus dedos hizo que el bulto de su entrepierna creciese hasta límites insospechados. Temeroso de que eso no gustase a la chica, Edisi dio un paso hacia atrás, sin dejar de abrazarla, pero con la intención de que ella no se percatase de su erección. Pero para su gran sorpresa, descubrió que ella desandaba el camino que él acababa de andar y lo volvía a empujar hacia su cuerpo, casi frotándose contra su miembro.

Edisi temió que ella solo estuviese representando un rol, con el miedo de recibir una reprimenda del propio Cesar si no cumplía con su misión de hacer gozar a aquel guerrero, aunque algo en su interior seguía diciéndole que ella también lo deseaba a él y que gozaba con lo que hacía. Siguió recorriendo la espalda desnuda con sus manos hasta llegar a la suave tela que cubría justo el trasero de aquella señorita. Notó que aquella chica tenía unas buenas posaderas, en ningún caso un exceso, simplemente lo hacía aún más atractivo. Porque, ¿qué podía haber mejor que tener una doble ración de un caldo que adoraba?. Se pausó en aquellas dos montañas, acariciando toda la superficie que quedaba a su alcance, y ella, con cierto miedo de lo que se disponía a hacer, se inclinó hacia él y lo besó. Era una cabeza más bajita que él, por lo que tuvo que ponerse levemente de puntillas, haciendo que su culo se tensase para deleite de los dedos de Edisi.
Y entonces, lo envolvió un aura de felicidad, tranquilidad y emoción. Al principio selló su boca con la de aquella diosa, y después dejó que sus lenguas danzaran al son de la pasión que ambos rezumaban. Estuvieron varios minutos besándose, y Edisi notaba que el bulto de su entrepierna iba a explotar de un momento a otro, pero no temía, sino que disfrutaba de aquella presión incontrolable, que le hacía comportarse más como una bestia que como un hombre.

De pronto, ella interrumpió el beso y le dio la espalda a su amante. Él creyó que estaba descontenta con cómo la había besado, y la tristeza se lo tragó, haciéndole sentir la persona más desdichada de la tierra, pero pronto se dio cuenta de su equivocación. Ella se quedó allí, de espaldas a él, sí, pero sin la menor intención de marcharse. Subió grácilmente sus manos hasta los hombros y empujó hacia el exterior los dos tirantes. Estos resbalaron, como untados en aceite y cayeron desde sus hombros hasta el suelo, acompañados del resto del vestido y dejando al descubierto todo el cuerpo de aquella belleza. Edisi sintió unos espasmos en su miembro, pero no dejó que este se saliese con la suya y consiguiese concluir con aquello, porque quería disfrutarlo al máximo. 

Se acercó a ella suavemente, casi sin mover el aire que lo rodeaba, por miedo a romper aquel momento. La cogió por los hombros y acercó su boca al oído de ella, y le susurró:

- Tal vez no debería preguntarlo, porque ahora mismo casi creo que eres irreal, y tal vez esto rompa el momento, pero ardo en deseos por saber tu nombre. Un nombre que me diga que eres humana, como yo, y un nombre que pueda gritar cuando hagas que me estremezca de placer.

- Me llamo Enele - respondió ella tímidamente, a medida que sus mejillas se tornaban poco a poco rosadas por el rubor - Yo también deseo con todo mi ser poder hacerte gozar hoy, no podría perdonarme un error.

- Está bien Enele. Pero por favor, no hagas de esto una obligación, simplemente disfrutemos del momento, y dejemos que sean nuestros cuerpos los que decidan qué rumbo deben llevar los acontecimientos, dejémonos guiar por este romance. - Ella asintió, y él la rodeó de nuevo con sus brazos, por la espalda y besándola en la mejilla mientras lo hacía.

Esta vez, recorrió con sus manos otro territorio desconocido, pero que tantas veces se había imaginado tras verla aparecer por la puerta en su primer encuentro. Tocó las marcadas clavículas y cayó hasta los voluptuosos senos. Los pezones estaban duros como una roca, pero a la vez eran suaves y parecían atraer a sus manos, que no hacían mucho por evitar ese magnetismo. Casi parecía que dichos pezones querían perforar sus manos, como antes lo habían hecho con la tela que los tapaba. Edisi dejó que sus manos siguiesen explorando todo rincón del cuerpo de aquella musa, mientras seguía diciéndose a sí mismo que no era digno de tal disfrute. Bajó por el abdomen y le acarició las costillas.
Y cuando casi estaba a punto de parar y dejar a aquella indefensa esclava ser libre al menos por unos minutos, tocó su entrepierna. Primero pasó las yemas de sus dedos por el vello que cubría parte de aquella pequeña pronunciación. Pero lo que le hizo al fin estar seguro de que lo que hacía también le gustaba a Enele, fue lo que encontró unos centímetros más abajo. Un manantial de vida y felicidad, una cascada de sueños cumplidos y deseos ardientes, el cáliz de la inmortalidad, una humedad que no helaba los huesos, sino que le hacía estar aún más caliente.

La besó, seco por el ardor que comenzaba en el interior de su cuerpo y poco a poco lo invadía por completo. Tenía las manos y los labios empapados, pero a diferencia del agua que estaba acostumbrado a beber, esta no le refrescaba. En cambio, hacía que su calor fuese aún mayor. No era un calor desagradable como el que en verano tostaba a cada uno de los habitantes de la ciudad y hacía que las calles estuvieran deshabitadas en las horas de apogeo del sol, era un calor atrayente, que atrapaba y no dejaba a uno escapar a ningún sitio.

Edisi ya no era dueño de su cuerpo, no controlaba sus movimientos ni su mente, solamente se dejaba guiar como una hoja que el viento moviese a su antojo. Pero siendo una hoja que estaba segura de que el destino que la aguardaba era el paraíso, sin reparar en todo lo que tuviese que dejarse llevar para alcanzar su destino. Preso de una locura irracional que lo desinhibía por completo, como si de una borrachera de amor y pasión se tratase, y capaz de hacer cosas que en un estado normal lo hubiesen avergonzado, andaba firme en el camino del deleite.

La giró bruscamente, pero con la certeza de estar actuando con ternura, y la besó de nuevo, esta vez de frente, sin tomarla por la espalda como antes. Volvió a llevar sus manos a la espalda de Enele, pero esta vez como previo paso para llegar al pomposo culo. La agarró fuertemente, con decisión, y la elevó al aire tan fácilmente como si de un jarrón se tratase. Ejecutaba todos los movimientos con mimo, como el artesano que moldea el barro a su antojo, para convertirlo en el jarrón con el que sueña, cuya forma ha visto mil veces en su mente. Con una única diferencia, el jarrón que él tocaba ya estaba hecho y solo disfrutaba tocando todo su contorno, sin intención alguna de moldearlo, ya que era la obra de sus sueños. No tuvo que crearla por sí mismo, pero juró que la disfrutaría.

La llevó en volandas hasta la pared más cercana a su posición, y la empotró contra la misma, con rudeza, pero siempre con la certeza de no hacerle daño, como un león con sus crías, sin dejar de lado su naturaleza animalesca, pero con la ternura de proteger a lo que más quiere. Enele le tocó el pecho, recorriendo sus pectorales, sus costillas, su abdomen... Parecía incluso tan absorta como él lo había estado unos instantes atrás. Metió sus manos como pudo, mientras Edisi la hacía flotar por debajo de sus piernas hasta encontrar los pocos harapos que tapaban las vergüenzas de Edisi. Los bajó con las manos, con la intención de descubrir el regalo que le tenía preparado y culminó la tarea con uno de sus pies, haciendo gala de una elasticidad asombrosa, pero con una ejecución extremadamente sencilla en sus movimientos. Le agarró el pene con suavidad y firmeza, y Edisi no pudo reprimir un pequeño espasmo en el mismo. Lo dirigió hacia su sexo y lo introdujo en el mismo. Edisi no podría haber descrito las sensaciones que le recorrieron el cuerpo cuando la humedad de su miembro se hizo una con la que ella tenía en su entrepierna. Una explosión de disfrute que hacía que cualquier otro placer de la vida pareciese casi hasta molesto. La calidez del amor, que se extendía ahora desde su miembro hasta cada una de sus extremidades.

Contenía a duras penas la explosión de placer que notaba tan cerca, pero que sin duda acabaría con aquel momento. Cuanto más esperase, más placentero sería el final. Comenzó a moverse, lentamente pero con contundencia, sintiéndose uno solo con Enele, y feliz no solo por su disfrute, sino también por el de ella. A veces, los ojos se le cerraban de puro placer, pero cuando conseguía forzarse a abrirlos, se quedaba maravillado con lo que tenía ante sí. Ella también tenía los ojos cerrados, como disfrutando con cada una de sus feroces embestidas. Edisi le agarró la cara con las manos, sujetándola entre ellas como queriendo preservarla en su memoria para siempre, con el miedo irracional a que esta desapareciese de un momento a otro.
De pronto, y como si de un fogonazo se tratase, reparó en una cama a su derecha, que no había visto antes, seguramente porque no pudo percatarse de ninguna otra cosa de la habitación que no fuese Enele. La cama, con una estructura de madera que la hacía parecer un cubo, estaba adornada con sedas transparentes que caían desde la estructura hasta el suelo, dándole un aire imponente y sensual. En el interior, se podían atisbar más de veinte cojines, colocados estrategicamente unos delante de los otros.

Guiado por la fantasía de perderse entre las sábanas en un mundo aislado del real, donde el deleite predominase ante las decisiones políticas o gubernamentales, guió a su musa hacia el catre. Retiró suavemente las cortinas y la tendió en la cama, sin salir de su interior en ningún momento. Jugaron y disfrutaron durante una hora que se les pasó tan rápido como un minuto, lanzándose pasionales besos y recorriéndose el uno al otro con manos, labios, lengua...
Y finalmente, presos de una oleada incontenible de placer, ambos gritaron al son, como en una melodía anteriormente planeada. Sus dos nombres flotaron en el aire, pronunciados por la otra persona. La explosión de sentimientos hizo que Edisi no pudiese contener las lágrimas, gotas que cayeron por sus mejillas antes de juntarse con la mayor sonrisa que nunca hubiese lucido antes. Extasiados, ambos cayeron en un sueño profundo, abrazados con el fin de mantener el calor que había reinado en la habitación durante todo ese tiempo.

Edisi apenas fue consciente del tiempo que había pasado dormido, tenía la sensación de que solamente había parpadeado unos segundos más lento de lo normal. Ante él, seguía estando la mujer más bella del mundo, la que mejor le hacía sentir y a la que amaba. Fue a tocar su cara, pero a medida que lo intentaba, esta se alejaba más de su posición, resultando inalcanzable por mucho que se esforzara. Aquellos rasgos mágicos comenzaron a desvanecerse, como una torre de arena que sufriese continuamente los deterioros producidos por el oleaje. Edisi no sabía qué hacer, intentaba evitar la evaporación de la única persona que había amado realmente en su vida, pero cuanto más empeño ponía, mayor era la velocidad con la que Enele se evaporaba.
En el aire, se comenzó a oír un leve suspiro, era Elene la que hablaba, movía la única parte de su cuerpo que aún seguía intacta, sus labios. Trató de acercarse para escuchar lo que decía, e incluso intentó besarlos con tal de disfrutar por última vez de aquella deidad.

Todo fue en vano, pero el susurro se fue haciendo más claro por momentos

-Erakim, Erakim.

Un nombre que se le hacía extrañamente familiar y parecía llamarle a una realidad alternativa. Comenzó a darse cuenta poco a poco de lo natural que había sido el encuentro con Enele, como si ya se hubiesen amado antes un centenar de ocasiones. No lo comprendía, pero a medida que el nombre de Erakim subía el volumen, la habitación a su alrededor comenzó a evaporarse también, hasta que finalmente solo quedó la cama.

- Erakim, Erakim, Erakim

Era como un continuo martilleo que le perforaba el tímpano, pero la voz cada vez se parecía más a la de Elene, y eso le hizo sonreír. Finalmente, cuando ya flotaba en el vacío sin nada alrededor, él comenzó a desaparecer, hasta que todo se quedó de color negro, pero el nombre seguía sonando, ahora más claro que nunca.

- Erakim, venga, despierta, por favor.

Abrió los ojos y se vio a sí mismo en un avión. A su lado, se hallaba Aeren, con una sonrisa enorme en su cara. Una sonrisa que le recordó a Elene, y entonces comprendió, todo había sido un sueño, Elene no era real, al menos no en su totalidad, tan solo era una imagen de la chica que realmente amaba, Aeren. Y una imagen imperfecta, porque cuando vio el rostro de Aeren, no pudo reprimir una sonrisa embriagado por su inmensa belleza. Los ojos caramelizados que lo miraban le hacían abstraerse de todo el resto, y le entraban unos deseos irracionales de besarla, cosa que no dudó en hacer.

- Estabas dormido como un ceporro -dijo Aeren tras devolverle el beso.

- Sí, y no te imaginarías lo que he soñado -dijo Erakim con una sonrisa juguetona

- Ahora me lo cuentas, pero agárrame de la mano por favor, estamos a punto de aterrizar -Erakim asintió y cogió la mano de Aeren. Esta la agarró con fuerza y se acurrucó contra su pecho-. Por cierto, muchas gracias por mi regalo, de verdad. Te quiero mucho.

- Yo también te quiero - Respondió él sonriendo - Y no seas idiota, ya sabes que no es un regalo, los dos vamos a disfrutar con ello.

- Venga, cuéntame lo que has soñado. - dijo ella ansiosa

- Luego te lo cuento, tenemos mucho tiempo para ello, Roma nos espera.

domingo, 3 de marzo de 2013

Negro

Una lágrima corrió por su hinchado parpado, llegando a la herida que dividía su labio superior en dos porciones desiguales. El picor del agua salada en la abertura, le hizo morderse el labio, lo cual derivó en un dolor mayor. Sabía que aquel coche le llevaba a su funeral, al fin de sus días. 
Al dolor de las múltiples contusiones de su cara se unía el de unas manos que estaban atadas a su espalda con una cuerda áspera y dura. Tenía las muñecas en carne viva, y sentía sus dedos palpitar con la poca sangre que la soga dejaba pasar. A medida que el plateado coche avanzaba por el sendero cuyo destino era la muerte, Oize iba descubriendo nuevos dolores en diversas partes de su cuerpo. El cansancio que acumulaba de la última noche en vela, hizo que sus ojos se cerrasen para sumir su alrededor en una completa  penumbra. 
Le despertó una grave y desgarrada voz. 

-Despierta de una puta vez, hemos llegado. Pronto podrás dormir para toda la eternidad, no te preocupes.

No le quedó otra opción que obedecer. Ayudado además por una fuerte mano que tirando del cuello de su camiseta le ayudó a levantarse y salir del coche, para acto seguido, empujarlo haciéndole caer al suelo de bruces. El pecho le comenzó a arder, aunque pronto pasó desapercibido entre el resto de dolores invadían su cuerpo. 

Cuando levantó la vista, se percató de que estaba en un lugar desconocido para él. Ante sí se alzaban varias imponentes esferas metálicas, cubiertas de una capa corroída de pintura blanca.
Tras un camino plagado de patadas y empujones que le hacían avanzar lentamente, llegaron a la escalerilla que permitía subir a aquellos gigantes férreos. Oize comenzó a entender el propósito de su secuestrador, quien se sacó una navaja del bolsillo y para su sorpresa, cortó la cuerda que le ataba las manos. En parte, dicha liberación fue un alivio para él, aunque tenía los brazos entumecidos, las muñecas desgarradas y las manos dormidas. 

-Vamos, sube, yo iré detrás. -Le dijo el muchacho que tenía detrás. No era mucho mayor que él. Vestía unos pantalones rasgados y una sudadera negra. La capucha le cubría la cabeza, pero dejaba entrever un cabello rojizo y vivo. Su cara, teñida de rubio por una barba que le cubría toda la mandíbula era fría e impenetrable, haciéndole parecer un hombre duro e implacable a pesar de su corta edad. 

De nuevo, no pudo hacer más que obedecer y comenzar a subir las escaleras, que rodeando la esfera en una espiral, alcanzaban la cúspide tras dar varias vueltas alrededor de la misma. Notaba las pisadas tras de sí, pero estaba tan débil, que cualquier intento de ataque hubiese concluido con otra paliza que se negaba a recibir. Por lo tanto, no le quedó más remedio que ascender hacia su caída al inframundo. Sus pasos eran lentos y agoniosos, ya que cada pisada le recordaba que su cuerpo estaba agarrotado y entumecido y le hacía sufrir un dolor que nunca antes había experimentado. 

Llegaron a la cima de aquel amasijo de hierro, desde el cual se podían ver varias estructuras semejantes a la que tenían bajo sus pies. El resto, montañas y caminos por los que no se veía ni a una sola persona. No sabía qué día de la semana podría ser, ya que en su cautiverio había perdido la noción del tiempo. Pasaba los días a oscuras, con una tenue luz que se colaba bajo la puerta que tenía frente a sí. La persona que lo retenía apenas le daba una hogaza de pan y un vaso de agua diarios para alimentarse. Aquello hizo que perdiera todas las fuerzas, incluso las que hacían que quisiese seguir con vida. Ahora sólo quería que todo acabase rápido, ya que esta era la única solución posible. 

-Abre la trampilla- Dijo la voz a su espalda, refiriéndose a la puerta metálica que tenía a escasos metros de sus pies. 

Hizo lo que se le ordenaba, agachándose para girar la rueda que abría la trampilla, y tras abrirla, pudo ver a través del agujero de dos metros de diámetro que en el interior del enorme tanque había un líquido que no alcanzaba a discernir y que cubría la mitad de dicha estructura. Por lo tanto, desde su posición, unos veinte metros le separaban de la superficie y habría otros tantos desde la misma al fondo. 
De repente, y sin darle tiempo a reaccionar, sintió una fuerte patada en su espalda, que le hizo perder el equilibro y caer al interior del tanque. La caída fue aparatosa y muy dolorosa. Tras girar de manera incontrolable en su caída, tuvo la suerte de caer con los pies por delante. Aquello hizo que las piernas absorbieran el impacto, y a pesar de que las mismas le comenzaron a doler en exceso, supo que caer con cualquier otra parte de su cuerpo podría haber resultado mortal. 
Por suerte, el líquido en el que ahora nadaba era agua y no alguna sustancia contaminante. En el agujero de luz situado sobre su cabeza apareció una silueta.

-Espero que disfrutes de tu último baño- Alcanzó a oír entre los ecos de aquella abovedada cavidad. 

No cerró la trampilla, por lo que el interior en el que se encontraba quedó vagamente iluminado. Anadeó hacia los extremos de aquella gigantesca piscina, pero a pesar de que analizó todo el perímetro, no halló un punto de apoyo sobre el que sentarse o intentar escalar. 

Se dio cuenta de que aquella era una cárcel marítima de la que no podía escapar, y lo único que le quedaba era nadar para seguir viviendo. No pudo contener las lágrimas que brotaron de sus ojos y que se unieron a la enorme masa de agua en la que nadaba. El tiempo avanzaba agonioso haciendo que sus escasas fuerzas fuesen agotándose consigo. 
Poco a poco, la luz fue apagándose y todo se sumió en la oscuridad. Agotado trató de que las aguas le engulleran en varias ocasiones, pero su instinto siempre le hacía volver sofocado a la superficie, en busca del aire que lo mantenía con vida. El frío hacía que sus extremidades se entumecieran y notaba sus dedos arrugados como una uva pasa. En uno de sus últimos intentos arañó la pared con la intención de escalar hasta la apertura que ya ni alcanzaba a ver, pero todo fue en vano y Oize acabó riéndose a carcajadas de su patético intento. 

La noche pasó, y la luz fue bañando de nuevo aquel globo metálico. Estaba agotado tras evitar aquella noche la muerte, pero con la certeza de que aquella llegaría sin mucha demora. Mentalmente estaba destrozado, se veía muerto, y aún así no podía dejar de aferrarse a la vida, con la esperanza de que una soga salvadora apareciese de las alturas. Pero las horas se sucedieron y ésta no llegó. 

Había hecho todo lo posible, pero sus brazos y sus piernas ya habían dejado de obedecerlo hacía mucho tiempo. Se encontraba boca arriba, aguantando a flote únicamente gracias al aire alojado en sus pulmones. Poco a poco, y sin ser consciente de la situación, el agujero sobre sí comenzó a tornarse una mancha borrosa y su tamaño fue disminuyendo a medida que su cuerpo caía hacia el fondo sin pausa. Ya no tenía fuerzas para seguir luchando, el agua había ganado la partida, y dejó que lo engullese sin prestar resistencia. De nuevo se sumió en la oscuridad, pero una oscuridad distinta a la de aquella noche, una oscuridad tranquila, sosegada, idílica; una oscuridad eterna.

miércoles, 27 de junio de 2012

El hombre y la bestia

  Todo a su alrededor se nubló. La misma imagen se superponía a sí misma en su retina. Pronto todo empezó a cobrar forma. A su alrededor decenas de personas formaban un círculo. Todos irritados, saltando, gritando y haciendo que el sonido ambiente fuera el más aterrador que Dradde nunca hubiese escuchado. Muchos de los que le rodeaban mostraban sus musculosos torsos desnudos, plagados de cicatrices, moratones y heridas a medio curar. Todos ellos tenían un mismo propósito, presenciar su muerte.

  Ni siquiera recordaba el comienzo de aquello. Lo único que le hacía ir al mismo lugar todos los días, era la gratificante sensación que la adrenalina creaba en su cuerpo. A veces era él quien atraía todas las miradas, mientras que otras veces sus ojos pasaban desapercibidos entre los del resto de la multitud. El ambiente siempre estaba cargado, aunque con el paso del tiempo su cuerpo se había hecho inmune al hedor que campaba en el lugar.

   Aquellas cuatro paredes habían sido su vida en los últimos cuatro meses y ya no imaginaba un futuro lejos de allí. Todos los presentes eran sus hermanos, aunque no podía confiar en nadie, ni mucho menos entablar amistad con ninguno de ellos. Todos compartían un mismo destino; eran los pasajeros de un tren con destino al reino de los muertos. 

  Una vez más, su vida dependía de otra persona y como en cada una de las anteriores ocasiones, estaba sumido en un pánico irracional. Se incorporó y analizó a su oponente. Su piel era negra como el carbón, dura, sin un atisbo de debilidad en ella, como si vistiese una armadura inquebrantable. Permanecía inmóvil, erguido, con los puños en frente a su cara y esperando que Dradde diese el primer paso. Respiraba rápido, él también tenía miedo. Cualquier movimiento en falso supondría su muerte, por lo que Dradde tenía que mantener su mente clara. Rápido como un guepardo, lanzó una dentellada en forma de patada a las costillas de su contrincante. Y cuando este movió su brazo para detener el ataque, Dradde lanzó otro. Esta vez giró todo su cuerpo dándole fuerza al movimiento de su brazo y culminando el mismo con un puñetazo en el mentón. Sin tiempo para analizar el sonido hueco que el golpe había causado, ejecutó lo que sabía que sería el golpe final. Inició el movimiento con el otro brazo, directo al rostro de la muralla a la que se enfrentaba. 

  Pero esta vez no fue como las anteriores. El luchador de piel de ónice esquivó el golpe con un movimiento grácil, natural, sin el menor esfuerzo. Acto seguido, y con Dradde desestabilizado debido a la fuerza con la que había ejecutado el último movimiento le agarró con las dos manos la cabeza, como si de una manzana se tratase. Sin darle opción a zafarse de su presa, recogió sus brazos, moviendo con ellos la cabeza de Dradde hasta hacer que esta impactase con la rodilla que había levantado para tal fin. Dradde empezó a sangrar violentamente por la nariz. Pronto la cara se le tiñó de rojo y un sabor dulzón impregnó su boca. Cayó al suelo de espaldas, y por primera vez en los últimos días, sintió que aquel era su último aliento. 

  El público a su alrededor clamaba su muerte, y él no tenía fuerzas para debatir su deseo. El oscuro gigante levantó la pierna derecha por encima de la cabeza de Dradde, y sin dilación bajó la misma a una velocidad sobrehumana. Sin saber cómo, tan solo guiado por un instinto reacio a la muerte, esquivó el golpe. No sólo eso, sino que giro sobre sí mismo y cerró sus dos piernas con el movimiento típico de una tijera, encontrándose con la pierna que hace unos segundos había estado a punto de aplastarlo. Inerte a tal ataque, la pierna cedió al impacto de la llave y se dividió siguiendo dos trayectorias. Todos los presentes quedaron perplejos con el sonido. Un crujido atroz. Los ojos del gigante se tornaron níveos, mientras que el atlético cuerpo cayó al suelo. Desde aquella altura y sin ningún movimiento que lo evitara, el cuerpo impactó brutalmente contra el suelo. 

  La sala se sumió en un silencio abismal, sin duda, el sonido que a Dradde más le gustaba escuchar. Con la fuerza que la victoria le había otorgado, se arrojó encima del cuerpo inmóvil de su víctima. Comenzó a asestarle puñetazos en la cara, borrando el gesto de serenidad de la misma. Una y otra vez, sin descanso, hasta que ya no se distinguieron las silueta de la nariz, la boca o los ojos. El rostro que otrora había sido negro, vestía esta vez una mortífera túnica roja. 

  Ante la impasibilidad del cuerpo que tenía bajo él, Dradde siguió golpeándolo con la furia de alguien en quien nadie confiaba y al que todos querían ver muerto. En la sala solo se escuchaban dos sonidos, el de sus puños aún golpeando el inerte cuerpo y el de su endemoniada risa.

lunes, 26 de marzo de 2012

    El viento azotaba su cara, y la tempestad se aproximaba por el horizonte. No era más que el presagio de lo que sucedería a continuación. Le temblaban los brazos y las piernas, presa de un miedo irracional. El frío también hacía que su torso desnudo padeciera los continuos escalofríos. Sin más armadura que la de su cuerpo, se enfrentaba a una batalla que antes de empezar, ya había perdido.

    Comenzó a llover y las gotas corrieron junto con sus lágrimas por sus rosadas mejillas. Ante sí, el mar y el cielo nublado, nada más. A sus pies se desvanecía el suelo que pisaba, desapareciendo de su vista para encontrarse con el vaivén de las olas. Aquel día todo tenía un brillo especial, como si fuese la primera vez que lo veía. Y aunque en otra situación aquello hubiese bastado para echarse atrás, aquello no hizo más que afianzarlo en su decisión.

    Dio un paso adelante y su cuerpo cayó al vacío. El mayor escalofrío jamás sentido se propagó por todo su cuerpo desde el estómago. Y voló, voló como un pájaro. Fue una sensación gratificante, a pesar de que durara realmente poco. 

    Cambió el miedo por alivio y sonrío para sus adentros. Su cuerpo chocó después contra las afiladas rocas del acantilado, y entonces sintió la libertad. Vio su cuerpo caer, despedazarse mientras rodaba camino al mar; y mientras tanto, él comenzaba una ascensión lenta y constante hacia el cielo. En aquel estado no tenía preocupaciones y sólo era capaz de sentir alivio. Ya no importaban los motivos que lo habían impulsado a hacerlo. Se mezcló con las nubes y siguió elevándose, traspasándolas y dejándolas atrás. Su vida y sus recuerdos se desvanecían a cada tramo que ascendía, hasta que el mundo fue sólo un punto en la inmensidad del universo. Y entonces sus ojos se cerraron y se sumió en una completa oscuridad, en una oscuridad eterna.

lunes, 30 de mayo de 2011

Sueños rotos

Estoy tumbado en mi cama, leyendo. Lo hago terriblemente desconcentrado y cada palabra que leo me sumerge en un mundo fantasioso. Comienzo a elucubrar acerca de mi vida, de mi apariencia, de lo que transmito a los demás. Miro mi habitación, sólo es el fiel reflejo de lo que temo, todo está vacío, sin vida. Varios trofeos descansan sobre la estantería más alta de mi cuarto; trofeos que en su mayoría gané cuando no era más que un crío, o en su defecto, en competiciones de poca monta. Aún así los conservo como los mayores premios jamás recibidos, tratando de hacer ver a la gente que entra a mi habitación que he tenido muchos logros a lo largo de mi existencia. Mentira, todo es mentira. Me escondo tras una cortina de falsas apariencias. Siempre he querido ser alguien en la vida, aspirar a lo máximo; supongo que como cualquier otra persona, no deja de ser competitividad. El problema es que la mía es una competitividad insana, siento que no hago las cosas por gusto, sino que trato de aparentar cosas que no soy y que presumiblemente nunca llegaré a ser.

Vuelvo a mi libro. He leído dos o tres páginas desde mi abstracción, pero no me he enterado de nada de lo que me contaban; vuelvo al punto donde dejé de prestar atención y trato de olvidar mis conjeturas. No llego a leer ni dos líneas hasta que otra palabra me devuelve a mis fantasías. Nunca he destacado en nada, y tal vez, con mi edad ya no sea capaz de hacerlo nunca en este precoz mundo. Puede que por eso dejase de practicar el fútbol hace unos cuantos meses. Dejó de preocuparme el pasarlo bien y sólo deseaba que la gente apreciase mi talento, un talento que nunca tuve. Deseaba jugar un buen partido con la esperanza de que algún ojeador posase sus ojos en mí y me hiciera una oferta inmejorable. Eso hace que mire el corcho sobre mi escritorio. Entre los pocos recuerdos que posee, atisbo los recortes de unos artículos deportivos. Recuerdo que cada vez que acababa un partido en el que hubiera metido un gol, o donde hubiera tenido una actuación notable, corría ansioso al kiosco donde venden el periódico del fútbol vizcaíno por excelencia, Cantera Deportiva. Tenía la esperanza de que me citasen, de que alabasen mi trabajo. Puede que en alguna ocasión me nombrasen, pero no creo que sea algo por lo que estar orgulloso. En infinidad de ocasiones un ojeador, cansado de sus muchos años en el negocio, redacta cuatro palabras mal hiladas donde resume brevemente el desarrollo del partido. "El Askartza tumba al Galea con un hat-trick de Mikel", sublime, soy el rey del mundo...

Mis ojos van ahora a lo alto de mi puerta, donde pende mi diploma de la ESO. Me he dado por vencido con la lectura y he posado el libro bocabajo sobre mi pecho. Como el cazador que cuelga las cabezas de los animales que ha matado, yo intento hacer de mis paredes un salón de exposiciones, donde mi vida es el tema principal. Ni siquiera estoy orgulloso de haber acabado dicho curso, estoy en la universidad, y desde el comienzo de mi vida académica se me ha dado a entender que había de llegar allí. No soy digno merecedor de ese título, ya que no salí con los conocimientos necesarios del colegio, pero la educación se rige de esta manera en España. Parece que lo importante es aparentar tener una bonita cifra de gente en la universidad, para ello se trabaja. ¡Qué honor! un título otorgado por el mismísimo Rey de España, Don Juan Carlos I. No me cabe la menor duda de que él mismo firmó personalmente mi diploma y metió éste último en el sobre que se me dio a mí.


Son papeles mojados, de nada me sirven a la hora de la verdad, en cuanto a definir a mi persona se refiere. Todos los años sueño con un comienzo académico fulgurante, donde erigirme como el número uno de la clase. Para ello apelo a valores como el trabajo día a día, la atención en clase y la falta de distracciones. Esas ganas iniciales se van diluyendo a medida que pasa el tiempo y en un máximo de tres semanas ya no queda ni rastro de ellas. No sólo con los estudios. Qué feliz sería tener la vida de un actor en muchas películas. Se levanta de la cama, pasan tres tomas de sus ejercicios matutinos y en la siguiente escena se muestra una imagen de sus marcados abdominales, su esbelta figura y su carencia de grasa corporal. No muestra el verdadero esfuerzo que uno tiene que hacer para llegar a ello, y sinceramente, yo siempre me quedo en el camino. Soy como el analgésico que cae en el vaso; llego al fondo con mucha rapidez, pero mis sueños van escapándose a la superficie.


Y, ¿cuál es la solución a todo esto?. Todo hace indicar que el conformarse con lo mínimo. Cuanto menos subas menor será la caída, es pura lógica. Mejor eso que querer llegar a ser el mejor en algo. Se me agota la ambición, y ¿qué me queda? la monotonía, el ser uno más que ha pasado por este mundo y sin llamar la atención se ha ido de él. Qué bonito concepto el de ser inmortal, el de llegar a ser recordado por los siglos de los siglos, y sobre todo, la satisfacción que te produce el sentirte realizado.


Si tenéis el mínimo don, no lo creáis especial, se hará añicos pronto. Si lográis llevarlo a cabo poneos en contacto conmigo, me gustaría saber vuestra receta. 

viernes, 18 de marzo de 2011

Lucha por la vida

  Me encuentro de pie, estoy vestido de corto para la batalla de hoy. Soy capaz de controlar el tiempo y de saber mis pulsaciones a cada momento. Con ese don seré capaz de manejar mis movimientos en la disputa. La noche es fría, acorde con la época del año que azota nuestras tierras, el invierno. El gélido viento ataca las zonas descubiertas de mi cuerpo y me hace ver que lo de hoy no será un camino de rosas.

  Comienzo a temblar, no es miedo, simplemente mantengo mi cuerpo alerta a cualquier ataque enemigo. Aunque el cielo lo cubre un manto negro, la superficie terrestre está bañada por una luz artificial y anaranjada. Al contrario que la del sol, ésta no da calor y no tiene la luminosidad del astro. Mis oídos perciben de pronto una melodía alegre, no es propia de un día como el de hoy, pero es reconfortante escucharla, me da fuerzas. Cruzo el el pétreo arco de la amurallada ciudad, la puerta hacia mi odisea. Dejo atrás el puente levadizo y éste comienza a alzarse tras de mí, dejando la ciudad completamente protegida, a salvo de un posible ataque en mi ausencia. Sé que no podré volver a casa sin una victoria, por lo que empiezo a concienciarme de que hoy tengo que hacer historia. No importa el cúmulo de galardones en anteriores contiendas, hoy tengo que superar al pasado, ser mejor que el resto de veces. Ni siquiera eso me asegura la victoria, por lo que tendré que tener todos mis sentidos alerta -lo puedes hacer, sabes que sí-.

  Empieza a correr el tiempo en mi cabeza, mi pulso se acelera a medida que mi velocidad lo hace. Por ahora estoy frío, tanto como la glacial noche, y todas mis extremidades lo sufren. Parece como si mis huesos fueran estalagmitas nacientes de la superficie que mis pies tocan. Por ahora me muevo al trote, pero no puedo mantenerme a ese ritmo todo el tiempo, debo acelerar. Necesito sentir el  fervor de la batalla, sólo ello es capaz de activarme. Atravieso lugares que parecen conocidos, aunque no soy capaz de asegurarlo. Me muevo en pos de encontrar a los enemigos. Doy por hecho que habiendo caído la noche estarán descansando, lo que facilitará mi arremetida en su contra. Espero encontrarlos más adelante, porque estando así de frío no sería capaz de vencer ni a un indefenso crío.

  Los cuatro primeros minutos de travesía se me han hecho eternos, la pereza es mi mayor enemigo por ahora, pero he de seguir, rendirme ahora sería un terrible fracaso. Nunca he temido a la muerte, y perecer en batalla es uno de los mayores honores, pero lucho a cada instante por seguir viviendo. Curiosamente, esta es de las cosas que más vivo me hacen sentir. Casi como la adrenalina que se libera al dar un beso; uno de esos apasionantes en los que nada ni nadie alrededor importa, en los que tus labios y los de la otra persona alcanzan la plenitud rítmica y sensorial. En ese momento sólo existen dos personas en el mundo; ahora, por el contrario, me encuentro en soledad. No hay más razón para seguir corriendo que la de vivir.

  Ser un luchador hace que valore cada segundo de mi existencia, ya que esta podría acabar en cualquier momento. Hago caso omiso a las negativas de mis piernas cuando les pido que corran. Ellas no tienen el mando ya, y por mucho que se resignen, hoy tendrán que estar a la altura de mis expectativas. Como si aceptaran lo que les toca, comienzan a imprimir un ritmo mayor -Así me gusta-.

  Al quinto minuto empiezo a sangrar, las rojas gotas resbalan por mi cara y caen al suelo cuando llegan a la barbilla. No he visto enemigos hasta el momento, por lo que no me explico que esté sangrando. No importa demasiado, podrían clavarme una daga ahora mismo que no la sentiría atravesar mi piel. Continúo moviéndome veloz, como el viento; como un animal que trata de cazar a su presa para combatir el hambre. Mis piernas se mueven acompasadas y en el preciso instante en que una toca el suelo, la otra se despega del mismo. El movimiento se asemeja al rítmico martilleo de los molinos, cuyos engranajes hacen que el trigo se pula en millones de nimias partículas. Me seco la cara con la manga, cortando así el recorrido de las finas líneas rojizas y evitando que las mismas desemboquen en mis ojos privándome de poder ver. Necesito todos los sentidos, por lo que perder uno de ellos sería como claudicar.

  Por fin siento las ganas de batallar, mi propia sangre me ha activado, empiezo a sentirme vivo. De repente, cesan de sucederse en uno de mis oídos las acompasadas notas musicales. Siento que la tensión invade mi cuerpo -¿Serán enemigos?-. Lo único que soy capaz de percibir es mi acelerada y rítmica respiración. Jadeo intensamente y no me había dado cuenta hasta entonces. La música me había privado del gratificante sonido del aire pasando a través de mi boca y de mi nariz. Ahora que doy cuenta de ello no puedo evitar darles órdenes a mis pulmones -¡¡Inspirad, expirad, inspirad, expirad...!!-. Parezco un obseso tratando de controlar cada insignificante movimiento de mi cuerpo. Al parecer, no hay enemigos al acecho; instintivamente llevo mi mano izquierda al oído por el cual he comenzado a percibir el mundo y de pronto la cadencia melódica vuelve a acaparar la atmósfera que me rodea.

  Pasa el séptimo minuto, comienzo a bajar una pequeña pendiente pero el viento juega en mi contra, por lo que mi ritmo se desacelera paulatinamente. Me extraña no haberme cruzado con enemigos, tan solo he visto a cinco o seis campesinos que seguramente buscarían un lugar donde poder dormir. Empiezo a pensar que tal vez esté viajando en vano, cansándome sin sentido -¿Qué estás diciendo?, ¡claro que ha merecido la pena!-. Por mucho que hoy vuelva a mi hogar sin batirme con mis acérrimos enemigos, nadie será capaz de quitarme las sensaciones experimentadas hoy.

  Corren nueve minutos en mi reloj interno, empiezo a sentir los primeros síntomas del cansancio. De mi cara emanan varios y continuos regueros de sangre. Sé que esto no ha hecho más que empezar, por mucho que casi la mitad del tiempo estipulado haya pasado ya. Mis músculos hacen ademán de entumecerse -Da igual que queráis parar, hoy llegaréis hasta el final y lo haréis conmigo-. Sé por experiencia lo dura que llega a hacerse la ida de mis travesías. La razón es bien clara; mi cuerpo trata de volver antes de tiempo y si consigue cogerme con las defensas bajas habré perdido. Al llegar al final del trayecto de ida y tener que dar la vuelta, el cuerpo se pone de tu parte. Ambos queréis volver a casa, por lo que tiráis de la misma cuerda. Pero aún no lo he logrado y tengo que hacer fuerza en su contra hasta llegar a dicho punto.

  Doce minutos, Finisterre se postra ante mí. Sin duda es el punto al que mi cuerpo deseaba llegar. A partir de este lugar no hay nada más que el mar. Éste acaba en algún momento y cae al vacío, sería demasiado inmaduro por mi parte tomar ese riesgo. Tal vez otro día trate de descubrir los misterios del mundo circundante, pero hoy me basta con volver victorioso a mi tierra. Piso el punto más peligroso del acantilado, a partir del cual una caída supondría la muerte segura. Si lo hago es por dejar mi huella impresa, para que todo el mundo sepa que he logrado llegar hasta el lugar donde todo concluye. -Comienza el camino de vuelta, lo peor está por llegar, lo sabes-.

Me conmueve saber que esta vez desandaré lo andado anteriormente, por lo que el terreno será un punto a mí favor en caso de encontrarme con mis enemigos. La nota discordante será mi cuerpo y su capacidad de aguante. Soy optimista de todas maneras, el entrenamiento realizado hasta el día de hoy es el sello de calidad de mi resistencia. Mi ritmo acelera, sin duda mi cuerpo está de mi parte, ambos queremos estar lo antes posible de vuelta. Me siento fuerte, nada podría detenerme ahora mismo.

  Han pasado quince minutos, mis fuerzas sufren signos de debilidad, no cabe duda de que se están atenuando. -¿Y si no sirves para esto?, tal vez deberías tirarte aquí mismo y dejar que alguien acabe con tu insignificante vida. ¿Que más daría, a quién le importaría?... A ti y a tus seres queridos, joder, debes seguir adelante, no hay excusas válidas-. Es una sensación extraña, las piernas me duelen pero quiero seguir. El dolor invade mis entrañas y mi mente me aconseja que pare, pero no será así. Ansío llegar al amurallado recinto donde toda la gente me recibirá como a un héroe -si consigues llegar, claro-. Mis pulsaciones son altas, rondan las ciento setenta por minuto, supongo que el cansancio y la tensión de poder encontrarme a cualquier atacante son los mayores culpables. La soledad me gratifica enormemente ahora mismo, ya que no podría soportar que alguien me viese sufriendo y delirando de esta manera.

  Dieciocho minutos corren ya, soy capaz de sentir cada segundo, ¡cada décima!, ¡¡cada puta centésima!!. Unido al sufrimiento el tiempo se hace eterno, parece que hayan pasado siglos desde que partiera. Esa insignificante porción de tiempo pasaría volando en cualquier otra situación, pero no ahora, mi cuerpo ha elegido el peor momento para una mayor percepción sensorial. Con todo, saco fuerzas de donde no las hay; podría llamarlo adrenalina, coraje, honor, fuerza de flaqueza o incluso fuerza de voluntad. Nada de eso importa lo más mínimo, lo fascinante es que me muevo más rápido, el dolor se agudiza, pero nada importa ya.

<<Una vez soñé que movía las piernas todo lo rápido que podía, no obstante, no me desplazaba ni un sólo milímetro. Pocas sensaciones he vivido tan frustrantes como esa; el querer y no poder, el no ser dueño de uno mismo, el que tu cuerpo y tu mente decidan no entenderse propiciando tu propia destrucción. Porque ni siquiera la más brillante de las mentes es capaz de hacer lo más mínimo sin un cuerpo que le siga. En aquella ocasión me desperté sobresaltado; por suerte todo había sido un sueño y para mí una de las peores pesadillas>>. He conseguido domar al más fiero y salvaje de los caballos, soy el absoluto dueño de mi cuerpo.

  Con el aumento de la velocidad empiezo a sentir un incremento en mis constantes vitales. Alcanzo las ciento ochenta pulsaciones por minuto -¡¡QUIERES MÁS!!-; ciento ochenta y una -¡¡COMIENZAS A SENTIRTE VIVO!!-; ciento ochenta y tres -¡¡PUEDES LLEGAR A MÁS!!-; ciento ochenta y cinco -¡¡ESTE ES TU MÁXIMO, PUEDES SENTIRLO, ERES INMORTAL!!-. Pocos metros me separan de mi familia y de mis vecinos, casi puedo sentirlos, preocupados por mí, he de dar el máximo.

  Veinticuatro minutos, comienzo a atisbar la muralla, sin duda he conseguido volver con vida. Hago acopio de mi último aliento y comienzo a esprintar, la garganta me duele, mis gemelos están a punto de estallar, mi corazón late desbocado, incluso mis brazos notan el resentimiento. El puente levadizo baja para mí -¡¡Lo has logrado!!-, lo cruzo y entro a la fortaleza. Disminuyo el ritmo casi hasta pararlo y comienzo a caminar. Todo el pueblo me rodea, escucho vítores y gritos de ánimo -Lo has vuelto a hacer, has vuelto a ganar-. Todos me ovacionan y entonan cánticos con mi nombre presente en ellos. Mi cuerpo está lejos de recuperarse, pero sé que a partir de ahora todo es gloria.

  De repente vuelvo a la realidad, un destello me ha devuelto a ella. Me encuentro sólo, en mitad del patio de mi urbanización, extasiado y con ganas de vomitar. Todo lo vivido hasta ahora ha sido una imaginación, como si hubiera consumido el más potente de los alucinógenos. Ahora lo recuerdo todo. No salí a batallar hace media hora, partí a correr. Creía dominar el tiempo y saber a cada momento mis pulsaciones, cuando realmente un reloj y un cronómetro colocados en mis dos muñecas me lo iban marcando. Soñé sangrar y sólo había empezado a sudar. Estaba casi seguro de que las personas que vi eran campesinos, pero tan sólo se trataba de viandantes paseando. Había una luz anaranjada porque las farolas alumbraban la calle. Escuchaba música gracias a los auriculares que llevaba en mis dos oídos. No llegué Finisterre, tan solo al final de mi travesía. Todo ha sido irreal, me he vuelto loco, estoy enfermo...

  ...un momento, tal vez no lo esté. Es cierto que he corrido, como lo es que he ganado una batalla. Luchaba contra el peor enemigo, el ayer. He logrado ser más rápido que mi yo del pasado, me he superado. Además, el cansancio arremetía contra mí y las ganas de cesar mi carrera y volver a mi casa trataron de poder conmigo, pero ninguno de ellos lo consiguió. Tal vez haya imaginado las cosas más triviales de lo vivido hoy, pero lo cierto es que lo importante lo he visto con una nitidez inimaginable. He conseguido darles forma a todos mis sentimientos, me he sentido un guerrero dispuesto a morir. Quizá no estuviera todo un pueblo esperando mi llegada, pero yo estoy orgulloso de lo que hoy he conseguido y eso es lo verdaderamente válido.

  En los próximos días esto sólo será una marca apuntada en un pequeño cuaderno cuadriculado; veinticuatro minutos y cuarenta y cuatro segundos he tardado en recorrer 6'2 kilómetros. No es un record del mundo, ni tampoco una marca digna de unas olimpiadas, pero es la muestra de mi autosuperación, porque he conseguido rebajar el tiempo que logré hace un mes en tres minutos y catorce segundos y pienso seguir reduciéndolo hasta que mi cuerpo diga basta.

  Algunos pueden llamarme friki, otros pueden decir que sufro un exceso de motivación e incluso algunos pueden clamar que estoy completamente loco; a todos ellos les diré, que no saben lo que se pierden.