domingo, 3 de marzo de 2013

Negro

Una lágrima corrió por su hinchado parpado, llegando a la herida que dividía su labio superior en dos porciones desiguales. El picor del agua salada en la abertura, le hizo morderse el labio, lo cual derivó en un dolor mayor. Sabía que aquel coche le llevaba a su funeral, al fin de sus días. 
Al dolor de las múltiples contusiones de su cara se unía el de unas manos que estaban atadas a su espalda con una cuerda áspera y dura. Tenía las muñecas en carne viva, y sentía sus dedos palpitar con la poca sangre que la soga dejaba pasar. A medida que el plateado coche avanzaba por el sendero cuyo destino era la muerte, Oize iba descubriendo nuevos dolores en diversas partes de su cuerpo. El cansancio que acumulaba de la última noche en vela, hizo que sus ojos se cerrasen para sumir su alrededor en una completa  penumbra. 
Le despertó una grave y desgarrada voz. 

-Despierta de una puta vez, hemos llegado. Pronto podrás dormir para toda la eternidad, no te preocupes.

No le quedó otra opción que obedecer. Ayudado además por una fuerte mano que tirando del cuello de su camiseta le ayudó a levantarse y salir del coche, para acto seguido, empujarlo haciéndole caer al suelo de bruces. El pecho le comenzó a arder, aunque pronto pasó desapercibido entre el resto de dolores invadían su cuerpo. 

Cuando levantó la vista, se percató de que estaba en un lugar desconocido para él. Ante sí se alzaban varias imponentes esferas metálicas, cubiertas de una capa corroída de pintura blanca.
Tras un camino plagado de patadas y empujones que le hacían avanzar lentamente, llegaron a la escalerilla que permitía subir a aquellos gigantes férreos. Oize comenzó a entender el propósito de su secuestrador, quien se sacó una navaja del bolsillo y para su sorpresa, cortó la cuerda que le ataba las manos. En parte, dicha liberación fue un alivio para él, aunque tenía los brazos entumecidos, las muñecas desgarradas y las manos dormidas. 

-Vamos, sube, yo iré detrás. -Le dijo el muchacho que tenía detrás. No era mucho mayor que él. Vestía unos pantalones rasgados y una sudadera negra. La capucha le cubría la cabeza, pero dejaba entrever un cabello rojizo y vivo. Su cara, teñida de rubio por una barba que le cubría toda la mandíbula era fría e impenetrable, haciéndole parecer un hombre duro e implacable a pesar de su corta edad. 

De nuevo, no pudo hacer más que obedecer y comenzar a subir las escaleras, que rodeando la esfera en una espiral, alcanzaban la cúspide tras dar varias vueltas alrededor de la misma. Notaba las pisadas tras de sí, pero estaba tan débil, que cualquier intento de ataque hubiese concluido con otra paliza que se negaba a recibir. Por lo tanto, no le quedó más remedio que ascender hacia su caída al inframundo. Sus pasos eran lentos y agoniosos, ya que cada pisada le recordaba que su cuerpo estaba agarrotado y entumecido y le hacía sufrir un dolor que nunca antes había experimentado. 

Llegaron a la cima de aquel amasijo de hierro, desde el cual se podían ver varias estructuras semejantes a la que tenían bajo sus pies. El resto, montañas y caminos por los que no se veía ni a una sola persona. No sabía qué día de la semana podría ser, ya que en su cautiverio había perdido la noción del tiempo. Pasaba los días a oscuras, con una tenue luz que se colaba bajo la puerta que tenía frente a sí. La persona que lo retenía apenas le daba una hogaza de pan y un vaso de agua diarios para alimentarse. Aquello hizo que perdiera todas las fuerzas, incluso las que hacían que quisiese seguir con vida. Ahora sólo quería que todo acabase rápido, ya que esta era la única solución posible. 

-Abre la trampilla- Dijo la voz a su espalda, refiriéndose a la puerta metálica que tenía a escasos metros de sus pies. 

Hizo lo que se le ordenaba, agachándose para girar la rueda que abría la trampilla, y tras abrirla, pudo ver a través del agujero de dos metros de diámetro que en el interior del enorme tanque había un líquido que no alcanzaba a discernir y que cubría la mitad de dicha estructura. Por lo tanto, desde su posición, unos veinte metros le separaban de la superficie y habría otros tantos desde la misma al fondo. 
De repente, y sin darle tiempo a reaccionar, sintió una fuerte patada en su espalda, que le hizo perder el equilibro y caer al interior del tanque. La caída fue aparatosa y muy dolorosa. Tras girar de manera incontrolable en su caída, tuvo la suerte de caer con los pies por delante. Aquello hizo que las piernas absorbieran el impacto, y a pesar de que las mismas le comenzaron a doler en exceso, supo que caer con cualquier otra parte de su cuerpo podría haber resultado mortal. 
Por suerte, el líquido en el que ahora nadaba era agua y no alguna sustancia contaminante. En el agujero de luz situado sobre su cabeza apareció una silueta.

-Espero que disfrutes de tu último baño- Alcanzó a oír entre los ecos de aquella abovedada cavidad. 

No cerró la trampilla, por lo que el interior en el que se encontraba quedó vagamente iluminado. Anadeó hacia los extremos de aquella gigantesca piscina, pero a pesar de que analizó todo el perímetro, no halló un punto de apoyo sobre el que sentarse o intentar escalar. 

Se dio cuenta de que aquella era una cárcel marítima de la que no podía escapar, y lo único que le quedaba era nadar para seguir viviendo. No pudo contener las lágrimas que brotaron de sus ojos y que se unieron a la enorme masa de agua en la que nadaba. El tiempo avanzaba agonioso haciendo que sus escasas fuerzas fuesen agotándose consigo. 
Poco a poco, la luz fue apagándose y todo se sumió en la oscuridad. Agotado trató de que las aguas le engulleran en varias ocasiones, pero su instinto siempre le hacía volver sofocado a la superficie, en busca del aire que lo mantenía con vida. El frío hacía que sus extremidades se entumecieran y notaba sus dedos arrugados como una uva pasa. En uno de sus últimos intentos arañó la pared con la intención de escalar hasta la apertura que ya ni alcanzaba a ver, pero todo fue en vano y Oize acabó riéndose a carcajadas de su patético intento. 

La noche pasó, y la luz fue bañando de nuevo aquel globo metálico. Estaba agotado tras evitar aquella noche la muerte, pero con la certeza de que aquella llegaría sin mucha demora. Mentalmente estaba destrozado, se veía muerto, y aún así no podía dejar de aferrarse a la vida, con la esperanza de que una soga salvadora apareciese de las alturas. Pero las horas se sucedieron y ésta no llegó. 

Había hecho todo lo posible, pero sus brazos y sus piernas ya habían dejado de obedecerlo hacía mucho tiempo. Se encontraba boca arriba, aguantando a flote únicamente gracias al aire alojado en sus pulmones. Poco a poco, y sin ser consciente de la situación, el agujero sobre sí comenzó a tornarse una mancha borrosa y su tamaño fue disminuyendo a medida que su cuerpo caía hacia el fondo sin pausa. Ya no tenía fuerzas para seguir luchando, el agua había ganado la partida, y dejó que lo engullese sin prestar resistencia. De nuevo se sumió en la oscuridad, pero una oscuridad distinta a la de aquella noche, una oscuridad tranquila, sosegada, idílica; una oscuridad eterna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario