miércoles, 27 de junio de 2012

El hombre y la bestia

  Todo a su alrededor se nubló. La misma imagen se superponía a sí misma en su retina. Pronto todo empezó a cobrar forma. A su alrededor decenas de personas formaban un círculo. Todos irritados, saltando, gritando y haciendo que el sonido ambiente fuera el más aterrador que Dradde nunca hubiese escuchado. Muchos de los que le rodeaban mostraban sus musculosos torsos desnudos, plagados de cicatrices, moratones y heridas a medio curar. Todos ellos tenían un mismo propósito, presenciar su muerte.

  Ni siquiera recordaba el comienzo de aquello. Lo único que le hacía ir al mismo lugar todos los días, era la gratificante sensación que la adrenalina creaba en su cuerpo. A veces era él quien atraía todas las miradas, mientras que otras veces sus ojos pasaban desapercibidos entre los del resto de la multitud. El ambiente siempre estaba cargado, aunque con el paso del tiempo su cuerpo se había hecho inmune al hedor que campaba en el lugar.

   Aquellas cuatro paredes habían sido su vida en los últimos cuatro meses y ya no imaginaba un futuro lejos de allí. Todos los presentes eran sus hermanos, aunque no podía confiar en nadie, ni mucho menos entablar amistad con ninguno de ellos. Todos compartían un mismo destino; eran los pasajeros de un tren con destino al reino de los muertos. 

  Una vez más, su vida dependía de otra persona y como en cada una de las anteriores ocasiones, estaba sumido en un pánico irracional. Se incorporó y analizó a su oponente. Su piel era negra como el carbón, dura, sin un atisbo de debilidad en ella, como si vistiese una armadura inquebrantable. Permanecía inmóvil, erguido, con los puños en frente a su cara y esperando que Dradde diese el primer paso. Respiraba rápido, él también tenía miedo. Cualquier movimiento en falso supondría su muerte, por lo que Dradde tenía que mantener su mente clara. Rápido como un guepardo, lanzó una dentellada en forma de patada a las costillas de su contrincante. Y cuando este movió su brazo para detener el ataque, Dradde lanzó otro. Esta vez giró todo su cuerpo dándole fuerza al movimiento de su brazo y culminando el mismo con un puñetazo en el mentón. Sin tiempo para analizar el sonido hueco que el golpe había causado, ejecutó lo que sabía que sería el golpe final. Inició el movimiento con el otro brazo, directo al rostro de la muralla a la que se enfrentaba. 

  Pero esta vez no fue como las anteriores. El luchador de piel de ónice esquivó el golpe con un movimiento grácil, natural, sin el menor esfuerzo. Acto seguido, y con Dradde desestabilizado debido a la fuerza con la que había ejecutado el último movimiento le agarró con las dos manos la cabeza, como si de una manzana se tratase. Sin darle opción a zafarse de su presa, recogió sus brazos, moviendo con ellos la cabeza de Dradde hasta hacer que esta impactase con la rodilla que había levantado para tal fin. Dradde empezó a sangrar violentamente por la nariz. Pronto la cara se le tiñó de rojo y un sabor dulzón impregnó su boca. Cayó al suelo de espaldas, y por primera vez en los últimos días, sintió que aquel era su último aliento. 

  El público a su alrededor clamaba su muerte, y él no tenía fuerzas para debatir su deseo. El oscuro gigante levantó la pierna derecha por encima de la cabeza de Dradde, y sin dilación bajó la misma a una velocidad sobrehumana. Sin saber cómo, tan solo guiado por un instinto reacio a la muerte, esquivó el golpe. No sólo eso, sino que giro sobre sí mismo y cerró sus dos piernas con el movimiento típico de una tijera, encontrándose con la pierna que hace unos segundos había estado a punto de aplastarlo. Inerte a tal ataque, la pierna cedió al impacto de la llave y se dividió siguiendo dos trayectorias. Todos los presentes quedaron perplejos con el sonido. Un crujido atroz. Los ojos del gigante se tornaron níveos, mientras que el atlético cuerpo cayó al suelo. Desde aquella altura y sin ningún movimiento que lo evitara, el cuerpo impactó brutalmente contra el suelo. 

  La sala se sumió en un silencio abismal, sin duda, el sonido que a Dradde más le gustaba escuchar. Con la fuerza que la victoria le había otorgado, se arrojó encima del cuerpo inmóvil de su víctima. Comenzó a asestarle puñetazos en la cara, borrando el gesto de serenidad de la misma. Una y otra vez, sin descanso, hasta que ya no se distinguieron las silueta de la nariz, la boca o los ojos. El rostro que otrora había sido negro, vestía esta vez una mortífera túnica roja. 

  Ante la impasibilidad del cuerpo que tenía bajo él, Dradde siguió golpeándolo con la furia de alguien en quien nadie confiaba y al que todos querían ver muerto. En la sala solo se escuchaban dos sonidos, el de sus puños aún golpeando el inerte cuerpo y el de su endemoniada risa.

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