lunes, 30 de mayo de 2011

Sueños rotos

Estoy tumbado en mi cama, leyendo. Lo hago terriblemente desconcentrado y cada palabra que leo me sumerge en un mundo fantasioso. Comienzo a elucubrar acerca de mi vida, de mi apariencia, de lo que transmito a los demás. Miro mi habitación, sólo es el fiel reflejo de lo que temo, todo está vacío, sin vida. Varios trofeos descansan sobre la estantería más alta de mi cuarto; trofeos que en su mayoría gané cuando no era más que un crío, o en su defecto, en competiciones de poca monta. Aún así los conservo como los mayores premios jamás recibidos, tratando de hacer ver a la gente que entra a mi habitación que he tenido muchos logros a lo largo de mi existencia. Mentira, todo es mentira. Me escondo tras una cortina de falsas apariencias. Siempre he querido ser alguien en la vida, aspirar a lo máximo; supongo que como cualquier otra persona, no deja de ser competitividad. El problema es que la mía es una competitividad insana, siento que no hago las cosas por gusto, sino que trato de aparentar cosas que no soy y que presumiblemente nunca llegaré a ser.

Vuelvo a mi libro. He leído dos o tres páginas desde mi abstracción, pero no me he enterado de nada de lo que me contaban; vuelvo al punto donde dejé de prestar atención y trato de olvidar mis conjeturas. No llego a leer ni dos líneas hasta que otra palabra me devuelve a mis fantasías. Nunca he destacado en nada, y tal vez, con mi edad ya no sea capaz de hacerlo nunca en este precoz mundo. Puede que por eso dejase de practicar el fútbol hace unos cuantos meses. Dejó de preocuparme el pasarlo bien y sólo deseaba que la gente apreciase mi talento, un talento que nunca tuve. Deseaba jugar un buen partido con la esperanza de que algún ojeador posase sus ojos en mí y me hiciera una oferta inmejorable. Eso hace que mire el corcho sobre mi escritorio. Entre los pocos recuerdos que posee, atisbo los recortes de unos artículos deportivos. Recuerdo que cada vez que acababa un partido en el que hubiera metido un gol, o donde hubiera tenido una actuación notable, corría ansioso al kiosco donde venden el periódico del fútbol vizcaíno por excelencia, Cantera Deportiva. Tenía la esperanza de que me citasen, de que alabasen mi trabajo. Puede que en alguna ocasión me nombrasen, pero no creo que sea algo por lo que estar orgulloso. En infinidad de ocasiones un ojeador, cansado de sus muchos años en el negocio, redacta cuatro palabras mal hiladas donde resume brevemente el desarrollo del partido. "El Askartza tumba al Galea con un hat-trick de Mikel", sublime, soy el rey del mundo...

Mis ojos van ahora a lo alto de mi puerta, donde pende mi diploma de la ESO. Me he dado por vencido con la lectura y he posado el libro bocabajo sobre mi pecho. Como el cazador que cuelga las cabezas de los animales que ha matado, yo intento hacer de mis paredes un salón de exposiciones, donde mi vida es el tema principal. Ni siquiera estoy orgulloso de haber acabado dicho curso, estoy en la universidad, y desde el comienzo de mi vida académica se me ha dado a entender que había de llegar allí. No soy digno merecedor de ese título, ya que no salí con los conocimientos necesarios del colegio, pero la educación se rige de esta manera en España. Parece que lo importante es aparentar tener una bonita cifra de gente en la universidad, para ello se trabaja. ¡Qué honor! un título otorgado por el mismísimo Rey de España, Don Juan Carlos I. No me cabe la menor duda de que él mismo firmó personalmente mi diploma y metió éste último en el sobre que se me dio a mí.


Son papeles mojados, de nada me sirven a la hora de la verdad, en cuanto a definir a mi persona se refiere. Todos los años sueño con un comienzo académico fulgurante, donde erigirme como el número uno de la clase. Para ello apelo a valores como el trabajo día a día, la atención en clase y la falta de distracciones. Esas ganas iniciales se van diluyendo a medida que pasa el tiempo y en un máximo de tres semanas ya no queda ni rastro de ellas. No sólo con los estudios. Qué feliz sería tener la vida de un actor en muchas películas. Se levanta de la cama, pasan tres tomas de sus ejercicios matutinos y en la siguiente escena se muestra una imagen de sus marcados abdominales, su esbelta figura y su carencia de grasa corporal. No muestra el verdadero esfuerzo que uno tiene que hacer para llegar a ello, y sinceramente, yo siempre me quedo en el camino. Soy como el analgésico que cae en el vaso; llego al fondo con mucha rapidez, pero mis sueños van escapándose a la superficie.


Y, ¿cuál es la solución a todo esto?. Todo hace indicar que el conformarse con lo mínimo. Cuanto menos subas menor será la caída, es pura lógica. Mejor eso que querer llegar a ser el mejor en algo. Se me agota la ambición, y ¿qué me queda? la monotonía, el ser uno más que ha pasado por este mundo y sin llamar la atención se ha ido de él. Qué bonito concepto el de ser inmortal, el de llegar a ser recordado por los siglos de los siglos, y sobre todo, la satisfacción que te produce el sentirte realizado.


Si tenéis el mínimo don, no lo creáis especial, se hará añicos pronto. Si lográis llevarlo a cabo poneos en contacto conmigo, me gustaría saber vuestra receta. 

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